S on las nueve de la mañana. Estás despierto, y más que despierto. De hecho, llevas ya una hora sentado a la mesa, trabajando. Quizá te encuentres en el coche, o en el autobús, o en el metro. En cualquier caso, es evidente que no estás dormido ni soñando. ¿Por qué entonces las manifestaciones de la realidad parecen expresiones oníricas? La radio habla de un vertido de petróleo que se produce debajo del mar, a cientos de metros de la superficie. Mientras atiendes a los movimientos de la circulación, puedes ver dentro de tu cabeza el chorro de materia negra que se mezcla con el agua salada. Todo sucede en las profundidades, como si la caja del subconsciente se hubiera agrietado, dejando escapar sus jugos oscuros y mortales. Nada de tinta ingenua de calamar: puro veneno semisólido que pringa las aletas y las agallas de los peces, que se traga a las estrellas de mar, que invade luego las playas en forma de galletas que semejan las huellas de un crimen. ¿Por qué, si es real, parece un sueño?

Cambias de emisora, o pasas la página del periódico, y te enteras de que en Ciudad Real hay un aeropuerto fantasma. Tiene todo lo que debe tener un aeropuerto (pistas, tiendas, cafeterías, aseos), excepto lo más importante: el tráfico. Ningún avión aterriza o despega de él. Ningún pasajero factura en sus mostradores. Nadie espera a nadie en Llegadas ni despide a nadie en Salidas. Las limpiadoras de una contrata acuden cada día a trabajar y repasan el polvo improbable de los muebles y la suciedad quimérica del suelo. Aunque se emplearon en su construcción materiales reales (cemento, acero, madera, alquitrán, mármol), el resultado final parece también un sueño.

¿Seguimos? No hay más que pasar otra página del periódico o escuchar las noticias de la radio. En Madrid, alguien gastó un millón de euros en colocar la primera piedra de una supuesta Ciudad de la Justicia que nunca verá la luz. Puedes distinguir a los políticos inaugurando esas instalaciones fantasmales. Se mueven, ríen y se felicitan como en las pesadillas. Y sin embargo hace ya dos o tres horas que te afeitaste, que saliste de la ducha, que te anudaste la corbata. ¿Por qué entonces los sueños, como el dinosaurio de Monterroso, continúan ahí?