Son bien conocidas en nuestra historia las palabras que Felipe II empleaba para tranquilizar y calmar a quienes iban, atemorizados por su grandeza y su poder, a verle: "Sosegaos, sosegaos...". Lo que parece ser que conseguía, y con ello que lograran expresar sus peticiones. Las recuerdo hoy, atraído o llevado a ello por nuestra situación económica presente, no quizá tan grandiosa como nuestro rey de entonces, pero sí tan imperiosa y determinante como lo fue él. Porque, hoy como ayer, el primer requisito imprescindible para enfrentar una situación difícil es muy sencillo y diáfanamente exigible: serenidad. Para analizar los hechos, y para determinar las actitudes que, ante ellos, son mucho más que convenientes: ineludibles. A ello pretendo ir hoy aquí.

Ni mago, ni siquiera científico, me conformo con buscar y ofrecer algunas de aquellas reglas elementales que el pueblo define como "las verdades del barquero". Y entre todas ellas, quizá la primera consista en tener como claro y evidente que en el origen de todo déficit, ya sea éste modestamente familiar o colectivamente estatal, no subyace sino un hecho: gastar más de lo que se tiene, o menos de lo que se ingresa. Sencillamente, quienes gastan más de lo que tienen se enfrentan a un resultado más o menos tardío, pero inexorable: la ruina. No es sino esto lo que le pasa al manirroto, o a Grecia, y lo que amenaza con ocurrirnos a nosotros, o sea a España.

Desde ésta quizá perogrullada, pero evidente, se alcanza otra no menos elemental y diáfana: hoy España se enfrenta a este riesgo porque hemos gastado más de lo que teníamos, y no será posible salir definitiva y eficazmente de esa situación si no hacemos lo contrario: gastar menos a nivel de nación y, como en el más mínimo nivel familiarmente, ahorrar más.

De donde llego a otra conclusión tan elemental como básica: Ese inmenso e imposible déficit nacional tiene -sobre todo otro- un origen básico: los costes de la Administración actual y, dentro de ella muy específicamente, los de las autonomías. Se multiplican los casos singulares, como aquellos que suman con el sueldo orgánico del partido al que sirven, más un puesto en el Senado, los catorce mil euros mensuales; o el de algún presidente autonómico que -aparte todas las otras gabelas del cargo- goza como sueldo base más de ciento sesenta mil euros al año. Pero la suma colosal la integran los otros sueldos, casi tan sustanciosos, de esos miles de diputados autonómicos, más sus dietas, etcétera.

Estos costes, por otra parte superfluos e improductivos, son los que en su conjunto, más todas las duplicidades en servicios, subvenciones y demás, arrojan en total el conjunto de un gasto que la nación no puede soportar sin endeudarse, pagar intereses crecientes por esa deuda cada vez más alta, y en su conjunto la suma que nos ha traído, como a Grecia y quizá a algún otro país más próximo, hasta aquí y hasta hoy.

Por tanto la solución es diáfana: cortar gasto y ahorrar más, o subir los impuestos que es lo que ahora nos anuncian, y a sumar y seguir hasta que el estallido final se produzca. Salvo que, como parece que también está ocurriendo, nos salve Europa imponiéndonos lo que por nosotros mismos no parece que seamos capaces de hacer.

Pero creo que el propio honor de España sólo requiere y admite hoy una solución nuestra y rotunda: nada de pedir más, sino sólo la elementalidad de gastar menos. Y en ello creo que no estoy solo, sino con tantos otros millones de españoles dignos, cada día más unidos frente a la adversidad con la insistencia de nuestro inmortal Quevedo: No he de callar, por más que con el dedo / ya tocando los labios, ya la frente, / silencio avises, o amenaces miedo.