Ya se sabe que la realidad supera últimamente a la ficción. Sólo cabe mirar el día a día para darse cuenta de que la imaginación más desbordante de hace unos meses, o siquiera unas semanas, no habría pintado el paisaje que tenemos delante. Por eso reconfortan tanto historias como la protagonizada por un polizón aéreo rumano. El joven logró viajar escondido en el tren de aterrizaje de un avión desde el aeropuerto de Viena hasta el londinense de Heathrow y en cuyo trayecto se habrían llegado a alcanzar los 41 grados bajo cero. El relato, porque cuesta trabajo creer que sea cierto, esconde ese condimento tan necesario en estos tiempos de pesadumbre que nos reconcilia con la especie humana y su capacidad de soñar(se) un mundo mejor aunque sea al precio de jugarse la vida. Mientras el efe-eme-í, la o-ce-de-é, el eurogrupo y todas esas gaitas nos tratan de romper la confianza cada vez que hablan y nos recuerdan machaconamente que el hoy siempre va a ser peor que el mañana, ahí se nos aparece la figura del joven rumano. Su atrevimiento fue dejar su tierra y jugárselo todo a miles de kilómetros de altura agarrado a un trozo de hierro frío. La lección es que, por muchas fronteras y leyes que nos pongan, no nos podrán arrebatar lo más íntimo y personal: la capacidad de buscar un futuro mejor. Al llegar al aeropuertos, tras precipitarse al suelo en la operación de aterrizaje de la aeronave y ser detenido por la Policía, su explicación fue solo esta: "Me fui para buscar trabajo". Muchos, seguro, no lo van a entender. Y puede que, pronto, sea devuelto a su tierra. Pero quién nos asegura que este pequeño héroe anónimo no lo volverá a intentar. Eso no se lo pueden quitar. Tampoco su historia a nosotros. Aunque sólo sea como una metáfora para la esperanza.