El Gobierno sostiene que la huelga de los funcionarios la ha seguido un mísero 9%. Los sindicatos hablan del 75%. Sucede como cuando se lleva a cabo una manifestación: las cifras de las autoridades y las que dan los convocantes difieren tanto entre sí que cuesta trabajo entender cómo pueden creer todos ellos que engañar es tan fácil.

Será tal vez porque se nos engaña de continuo y, en este caso, por partida doble. La medida de estrangular la paga funcionarial es ridícula a poco que se calcule, sin aspavientos, lo que significa para la deuda pública el que las agencias de especulación (¿por qué llamarlas de otra forma?) rebajen el índice de confianza en el pago de nuestros bonos. Un 1% de pérdida se carga el ahorro en la nómina del cuerpo entero de trabajadores a cargo de las autonomías y el Estado. Un 2% liquida lo que vaya a recaudarse con la subida del IVA. Y la peor noticia de todas asoma con el anuncio del Banco Central Europeo (BCE) de que va a dejar de comprar deuda pública. Siendo, como era, casi el único cliente, cabe imaginar lo que sucederá a partir de ahora siempre que se quiera colocar en el mercado un nuevo paquete: que ni regalando entradas para el mundial de fútbol va a haber quien se quede con nuestros bonos.

Así que el hecho de que haya habido muchos o pocos funcionarios en huelga, todos o ninguno, es irrelevante. El convencimiento de que la situación se ha escapado ya de las manos del Gobierno deja convertida en anécdota cualquier protesta porque de poco sirve protestar ante la pira funeraria. Si acaso, lo suyo sería reclamar que algo cambie, que las urnas se pronuncien si es necesario. Pero los analistas más prudentes advierten contra unas elecciones anticipadas que no harían sino generar aún más desconfianza. Porque ¿acaso se cree alguien de verdad que hay pases mágicos capaces de enmendar la caída libre en la que empezamos a movernos?

Sin el sostén del BCE, con las manos atadas por un euro que no podemos devaluar sólo porque a los españoles nos convenga, con el sector público hecho unos zorros y el privado a juego, cunde el desánimo. Los economistas que se dedican a los estudios teóricos dicen que saben cómo podríamos salir de la crisis: desmontando la Administración autonómica, adelgazando hasta la anorexia los ministerios, dejando de financiar a los sindicatos, eliminando casi todas las ayudas sociales -con la de desempleo en primer lugar-, liberalizando el mercado de trabajo y olvidándonos de una deuda que, de todas maneras, hoy por hoy no se puede pagar. La solución pone los pelos de punta por más que no parezca real porque ¿quién se atrevería a hacer algo así, que es en la práctica lo mismo que destruir el Estado? Pero es que el engaño mayor puede que consista en creer que todavía lo tenemos o, mejor dicho, que hay un Estado como el que creíamos que teníamos. A la postre el nuestro puede que no lo fuese nunca; no era ni siquiera el 75% de un Estado. Pongamos que el 9%, y siendo generosos.