El pasado 9 de mayo, domingo, aniversario de la fundación de la Unión Europea -paradojas tiene la vida-, los ministros de economía y finanzas de la Unión se reunieron en sesión extraordinaria. La presión a la que estaban sometidas las autoridades era salvaje. Las diferencias horarias entre Bruselas y Tokio es de más siete horas y de más ocho horas con Sydney (Australia). Había que llegar a un acuerdo que salvara al euro antes de que abrieran las bolsas en Asia, es decir las 2.00 a.m. hora de Bruselas. Como muy tarde, tenían la madrugada del domingo para dar alguna solución contante y sonante. Los ministros llegaban nerviosos. Los informes preparados por los expertos de los ministerios nacionales y de las representaciones nacionales permanentes en Bruselas (el "Euro-COREPER") se habían asomado al abismo: Grecia estaba sin liquidez para poder funcionar y el Estado era incapaz de obtener fondos en el mercado financiero (nadie compraba deuda griega porque nadie se fiaba de volver a cobrar esa deuda). España tenía el sistema financiero sin liquidez. Se había ido solucionando a base de inyectar fondos públicos en el sistema financiero. Pero, el mercado no soltaba más fondos. Lo mismo ocurría con Portugal, con Irlanda. El efecto dominó arrastraría a Italia, Francia y Alemania. Hundiría por completo el edificio del experimento intergubernamental más complejo construido jamás por el hombre: la Unión Europea.

Alemania (un tercio de la economía de la UE) se negaba a soltar euros. Han hecho sus deberes antes, y aun así, lo están pasando mal. En los 90 se buscaron los consensos entre sindicatos, patronal, partidos, expertos sociales y económicos, y se hizo una reforma muy dura del Estado del Bienestar: se recortaron prestaciones de la Seguridad Social de forma brutal, se redujo el seguro de desempleo. Alemania es un país con un subconsciente de tribu: las reformas, los cambios cuesta mucho tomarlos, porque se toman en grupo. Lo grupal prima sobre lo individual. Por eso tardan tanto. Pero una vez que las han tomado, son una apisonadora. España tenía en 2008 un 50% más de costes laborales que Alemania, según la revista Spiegel. Además, Merkel quería castigar a Grecia con razón: había engañado con las estadísticas a la UE, había estafado a todos. Entonces apareció la otra mitad de Europa: Sarkozy dio literalmente un puñetazo en la mesa, diciendo que había que ayudar a Grecia, que había que crear un fondo para salvar el euro. Y amenazó con abandonar el euro. Merkel, cedió a última hora. Unos días más tarde perdió las elecciones en Renania. En Alemania el 60% de la población está a favor de abandonar el euro.

En España vivimos sumidos en el autismo guerracivilista de siempre. Las tertulias se dividen en dos tipos: algún medio simpatizante con el Gobierno que mira fuera de nuestras fronteras para ver qué está pasando y el resto, que culpan a Zapatero de todos los males. Pero esta crisis es de largo ciclo e internacional, agravada por nuestros problemas estructurales. El hecho de que los gobiernos de España y Portugal, calificados por la prensa europea, como "muy de izquierdas" hayan tomado decisiones tan drásticas, nos da idea de dónde nos encontramos. Se han tomado esas medidas al precio que sea, incluso de perder el Gobierno, para que nuestras naciones no se hundan.

El paquete de rescate americano ha costado un billón de dólares, lo mismo que el europeo (más o menos el PIB de España). Japón ya hizo lo mismo hace una década, y tiene al país inundado en yenes de pasados rescates. Hay mucho papel-moneda circulando en dólares, euros y yenes para alimentar la gigantesca estructura global y piramidal de la deuda. En el fondo son papelitos. El dinero está huyendo a materias primas y metales preciosos, cuyos precios se han disparado. A la misma vez, hay un riesgo cada vez más evidente de entrar en una espiral deflacionista. Nadie sabe qué va a pasar. Hay mucha liquidez, pero nadie quiere gastar ni invertir.

El paquete de rescate del euro es básicamente un paquete para ganar tiempo. Nuestra economía va a contraerse este año entre un 0,5%-1%. No me gustan las reformas que recortan salarios, pero esto, me temo, acaba de empezar. Sólo hay una salida: aumentar la productividad, es decir producir más y a menor coste. Y para eso hay que cobrar menos (salarios), formarse mejor (reformar la educación), investigar (invertir en I+D) y gastar menos (reformar el gasto del Estado). Para llegar a soluciones hacen falta consensos y gobiernos fuertes. Si no lo hacemos así, estaremos al principio del túnel y no al final.