H ace tiempo que he renegado de ser esclavo de las ideologías y mucho tiempo más de cualquier sigla que se erija en representante de su pureza. Digo renegado a ser esclavo, no a tener una ideología, que es cosa bien diferente y con consecuencias distintas. Tener una ideología se traduce en una forma de ser, de pensar, de razonar y de analizar el mundo. Ser esclavo de la misma implica, por el contrario, la obligación de sujetar en todo razonamiento tus conclusiones a los dogmas derivados de los principios que la informan y, por ello, de subordinarte a una suerte de verdad oficial. Es tanto como asumir la obligación de ser fiel en todo caso a los postulados que califican esa ideología, de caer en el dogmatismo acrítico, pues la ideología deja de ser un medio para aplicarlo a la sociedad y a la vida, por tanto, cambiante y relativa y se convierte en un fin en sí misma, inmutable y absoluta, aunque a veces cargada de una emotividad que nos identifica con nosotros mismos. En este caso, aunque positiva, puede ser peligrosa cuando se usa como arma arrojadiza frente a los demás, pues sus sentimientos hacia la suya son tan válidos, como los nuestros hacia la nuestra. El fanatismo consiste en la exaltación de la propia creencia y el rechazo a la opuesta y al que la profesa, que se considera radicalmente falsa.

La verdad oficial excluyente, la que pone siglas al pensamiento, curiosamente, siempre la marcan los que dirigen el partido que se autotitula representante de tu ideología en la tierra. De este modo, surge lo políticamente correcto en uno u otro bando y la rigidez más extrema en los planteamientos, así como ciudadanos tan identificados en el todo acrítico, que no se puede distinguir dónde empieza el hombre y dónde acaban las cadenas. Se renuncia, y no se si voluntariamente, a la reflexión, a la libertad de valorar cada acontecimiento conforme a su razón y efectos, asumiendo mecánicamente la verdad revelada. Y se renuncia incluso a la justicia de valorar a las personas por sus actos. Tanto se pierde la libertad, que ante un hecho determinado, no se realiza una valoración personal y espontánea, sino que se acude inmediatamente a las voces de aquéllos que forman la opinión del grupo, la cual se acata y asume incluso con vehemencia. Da igual que en nuestro interior tengamos reservas morales o intelectuales; sucumbir a la disidencia sería tanto como sentirse huérfano o traidor a la esencia de lo que se convierte en absoluto y nos esclaviza. Y, si por causalidad o, porque aún mantenemos una cierta individualidad, pensamos que los nuestros se equivocan o, incluso, delinquen, callamos la crítica y silenciamos el reproche. La sumisión se convierte en cobardía, en una forma de mentira que nos envilece.

En estos tiempos de confrontación aparece con toda su crudeza la esclavitud que supone renunciar a la personalidad a cambio de identificarse con un grupo y las consecuencias de tal asunción de sólo una parte de la realidad. Todo maniqueísmo implica asumir el riesgo de error por su parcialidad, lo que siempre conduce a la pobreza intelectual, al rechazo pasional de lo contrario aunque sea positivo y a la aceptación sumisa de los predicados en ocasiones absurdos de los propios.

Porque en estas condiciones prima el siempre denostable principio del "estás conmigo o contra mí", sin analizar previamente si se está con uno mismo y se ejercita la libertad con plena conciencia y con responsabilidad personal; sin hacerse daño y sin renunciar a los cimientos de cada uno.

Cuántas cosas cambiarían en nuestro país si los ciudadanos, en lugar de dar alas a quienes manipulan la opinión pública con eslóganes e insultos, con frases lapidarias y con proclamas, les respondiéramos con nuestras propias convicciones; ésas que decimos en privado y que en público callamos por miedo a vernos desubicados, expulsados de nuestro entorno o tachados de peligrosos.

Recuperar la libertad es tarea esencial cuando nuestros gobernantes son tan mediocres. Es nuestra única esperanza. El coste muchas veces es que te conviertes en sospechoso para el poder y para los que defienden la exclusividad de sus pensamientos. Cuando escribes en un medio de comunicación como éste, no puedes evitar que los imbuidos de la pureza te sitúen constantemente en un lugar, no ideológico, sino partidario, afirmando que recibes prebendas de unos u otros, cuando es lo cierto que de los partidos sólo recibes críticas y desprecio si nos les ofreces tu lealtad inquebrantable. Porque los partidos, hoy en España, no por su propia esencia, no quieren seres libres, sino súbditos obedientes y toda disidencia es considerada como traición.

Termino afirmando mi ideología, desde luego no tan absoluta como para rechazar y respetar a las y a los demás. Pero, igualmente, mi libertad para apartarme de ella cuando me dé la gana, porque no soy su esclavo y, desde luego, me reafirmo en la decisión de no someterme a ningún intérprete oficial. No he delegado en nadie para que determine mi pensamiento.