El dolor es posiblemente la sensación mas universalmente compartida por los humanos y su principal motivación para la búsqueda de ayuda médica. Es, en general, breve y útil, protegiéndonos de posibles daños. Pero, desgraciadamente, también puede convertirse en una pesadilla, como ocurre con muchos dolores crónicos y con los llamados "neuropáticos", que aparecen precisamente cuando los mecanismos nerviosos que determinan el dolor funcionan de modo anómalo. El dolor grave no es solo una tragedia para quien lo padece y para su entorno personal inmediato. Sus repercusiones sociales son inmensas pues afecta, solo en Europa, a casi cien millones de personas y determina un gasto anual de muchas decenas de miles de millones de euros por año en costos de atención sanitaria, horas de trabajo perdidas y compensaciones por incapacidad. El gasto en medicamentos para paliar el dolor aumenta un 8.5% cada año. Así, no resulta sorprendente que, en este momento, miles de científicos y mas de doscientas grandes compañías farmacéuticas de la Unión Europea dediquen sus esfuerzos y recursos al estudio del sustrato biológico del dolor y la búsqueda de fármacos eficaces para combatirlo.

El dolor normal se inicia cuando se produce un daño en nuestros tejidos. El estímulo lesivo es detectado por las terminaciones nerviosas de dolor, que informan al cerebro de lo que ocurre en la zona lesionada, mandando para ello sus señales, los impulsos nerviosos, a lo largo de los nervios hacia la médula espinal y finalmente a la corteza cerebral. En los tejidos inflamados, las terminaciones nerviosas del dolor acaban bañadas por docenas de substancias químicas liberadas por las células lesionadas lo que las mantiene excitadas de manera continua, haciéndolas disparar sin cesar sus impulsos nerviosos, que bombardean las áreas del cerebro responsables del dolor y generan éste.

De ahí que, mientras persista la inflamación, el dolor permanecerá. Interrumpir o reducir el número de señales nerviosas que viajan desde las terminaciones nerviosas de dolor al cerebro es, obviamente, el modo más seguro de terminar con esa sensación. Así ocurre con los anestésicos locales, pero éstos desgraciadamente bloquean también a otros tipos de terminaciones nerviosas, como las que llevan al cerebro información de tacto o temperatura y por ello su uso se limita a la anestesia.

Los analgésicos más populares hoy, como la aspirina o el ibuprofeno, atenúan el dolor de manera indirecta, reduciendo la producción de las substancias inflamatorias que se acumulan en los tejidos lesionados y hacen disparar a las terminaciones de dolor. Pese a su utilidad de estos fármacos, resulta fácil entender que silenciar selectivamente las terminaciones de dolor sería el método mas eficaz para eliminar éste, directamente y en su primera etapa, evitando los efectos secundarios de otros medicamentos, que actúan de manera menos selectiva sobre las diferentes estaciones de las vías nerviosas del dolor. Pero, ¿Cómo lograr identificar las moléculas que hacen específicas a las terminaciones nerviosas de dolor, para bloquearlas selectivamente? Dos de los Premios Príncipe de Asturias de 2010, David Julius y Baruch Minke han sido galardonados hace pocos días, precisamente por acercarse a esa meta.

Una decena de años atrás, David Julius, un científico con una brillante trayectoria en genética molecular, decidió buscar "las moléculas del dolor", basándose en la sencilla idea de que una substancia que activara selectivamente a las terminaciones nerviosas propias de éste, tendría que hacerlo uniéndose a alguna molécula específica presente en tales terminaciones. Y asumió certeramente, que esa unión le permitiría luego aislar e identificar las moléculas asociadas al dolor. Empleando la capsaicina presente en los pimientos picantes como molécula marcadora, Julius consiguió aislar una proteína, el "receptor de capsaicina", que fue caracterizado como un canal iónico llamado TRPV1 y que se activaba por calor, ácido y substancias inflamatorias. Este canal es el responsable de que las terminaciones de dolor disparen impulsos nerviosos cuando son expuestas a tales agentes y forma parte de a una familia de proteínas, llamadas TRPs, varias de las cuales están implicadas, además de en el dolor, en la detección de otros estímulos como el frío o la fuerza mecánica.

El primer canal TRP había sido identificado hace años, en las células fotorreceptoras de la mosca de la fruta por Baruch Minke, otro de los premiados. La explosión de estudios sobre esta familia de receptores, iniciada por sus trabajos y los de Julius, ha permitido en la última década conocer con detalle como se produce la transformación de los estímulos lesivos en sensaciones de dolor y como se modulan y modifican los canales TRP cuando se produce inflamación local. En el momento actual se ha conseguido obtener fármacos que bloquean selectivamente el receptor TRPV1 y que se ensayan ya como posibles agentes analgésicos muy selectivos.

Los premios Príncipe de Asturias de este año no solo recompensan el trabajo de unos investigadores apasionadamente dedicados a tratar de entender el mundo que nos rodea, sino que ejemplifican, de modo particular, como una investigación de carácter experimental puro, llevada a cabo con ojos de mosca o ratones modificados genéticamente, puede acabar conduciendo a resultados que servirán para aliviar los padecimientos de millones de personas.

Un mensaje que debe hacernos reflexionar, una vez mas, sobre la importancia de la investigación científica y su papel esencial como motor del progreso y el bienestar individual y colectivo.