Se ha abierto la veda. Esto parece claro. Es lo que sucede cuando las cosas llegan al punto donde ahora están. El tiro al blanco se abre paso entre los escombros de la crisis y se compite por soltar el mayor exabrupto. No se repara en medios ni, menos aún, en sus consecuencias. Todo el monte parece orégano y se abona el terreno para que la siguiente sea de mayor calibre. Lo está sufriendo el actual presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, pero antes que él lo padecieron algunos de sus predecesores, Adolfo Suárez y Felipe González en mayor medida que José María Aznar. Y, como ahora, coincidiendo con momentos de crisis. Del primero, Suárez, al que una desgraciada enfermedad alejó definitivamente de la escena pública, se recuerda en demasía su figura de estadista pero se tiende a olvidar con frecuencia e interesada facilidad que fue diana de algunas de las más duras invectivas de la prensa e, incluso, de algunos compañeros de partido en la UCD rayanas en el desprecio y la humillación. Basta bucear en las hemerotecas de la época en los tiempos en los que el político abulense presentó los primeros síntomas de flojera para entender de qué va esto cuando la proa del país mira en dirección a las dificultades.

Le sucedió también a González, otra figura política reconocida mundialmente, pero que en España tuvo que aguantar el calvario del insulto permanente durante una época. Alguien de la derecha -Luis María Ansón- llegó a reconocer después que todo aquello fue una operación (conspiración la llamó el periodista) de acoso y derribo a González en una santa alianza entre algunos medios de comunicación y algunos políticos. No hablamos aquí de la crítica política, necesaria y fundamental, de la crítica periodística, más necesaria aún que la anterior si cabe, que por duras que sean siempre estarán justificadas y amparadas pues son la base y la sangre del propio sistema democrático. De lo que hablamos es del linchamiento público, del lenguaje del desprecio, fase en la que ahora estamos otra vez. De la cacería. Y está claro que la batida tiene un nombre: Zapatero. Pero una consecuencia: el propio país y sus instituciones que, una vez más, ha sacado a pasear sus instintos más bajos para recordarnos de dónde venimos y, peor, hacia dónde vamos. Pero eso no importa. No parece cuando la pieza a abatir se nos muestra despanzurrada en la rex pública. Como si de un vulgar monigote se tratara. Pero hablamos del presidente de Gobierno.

Quizás, quien abriera esta veda y le diera carta de naturaleza, al menos por la importancia del personaje, fue la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá. Mujer que presume de ser llana y directa y que el día 24 del mes pasado tildó a Zapatero de "incompetente, ignorante, inmoral político y miserable" a cuenta del ajuste. Y no fueron sólo las palabras, sino el tono. Sus adjetivos fueron ampliamente jaleados por los propios y pusieron el listón y el debate en ese punto donde no importan las ideas si no el estómago. Tal ha sido el escenario dibujado que hasta el diputado de CiU, Josep Antoni Durán Lleida, hombre moderado, que gusta del refinamiento en las formas y en el lenguaje, el mismo que horas antes había salvado a ZP en el Congreso el decretazo del ajuste, se sumó al festín. "Zapatero -vino a decir- es un cadáver político que debe estar dispuesto a donar sus órganos". La frase, en labios de Durán, tira para atrás, como que no suena. Parece más un exabrupto que otra cosa, aunque podamos estar de acuerdo en este caso en el carácter retórico de la expresión. Javier Arenas, al más puro estilo Aznar, se sumaba a la lista: "Nadie -en referencia a Zapatero- nunca hizo tanto mal en tan poco tiempo". No sabemos a qué tiempo se refería el presidente del PP andaluz, porque la afirmación puede ser una bomba de efecto retardado si tiramos suficientemente atrás el reloj de la historia reciente.

El caldo de cultivo se palpa con nitidez si echamos un vistazo a los digitales de internet. Ahí vemos que algunos de sus comentaristas más sesudos y más cotizados destilan bilis y echan carnaza como si de un coliseo romano se tratase. Ya no es la opinión de los internautas, verdadero termómetro de lo que piensa la calle digital de este país y que algún día habría que repensar si en la red todo-vale amparado en el anonimato, si no de los reputados columnistas, que leyéndoles parece que su único objetivo fuese el insulto procaz y casquivano. Item más. Hace apenas unos días en la puerta del despacho de un juzgado de Badajoz se podía leer esto: "Menudo hijo de la grandísima puta... Él (por Zapatero), la Pajín, el Pepinho y toda esa panda de chupópteros y desgraciados...". La secretaria responsable del Juzgado se negó a retirarlo pese a un requerimiento oficial... y a admitir una queja. Sintomático. Y preocupante.

Aunque, bien visto, nada nuevo en un país donde el cainismo no es solo un hecho bíblico si no un deporte nacional desde épocas remotas y oscuras. Una corriente intelectual que adquirió carta de naturaleza en las refriegas liberal-conservadoras del XIX. La escuela del insulto, del desprecio al contrario, a todo aquel que pudo un día estar arriba y que deja ver debilidad. Todo se mezcla y aparecen restos de vísceras por cualquier esquina. Todos quieren ser los primeros en cobrarse la pieza, empujan e insultan para coger sitio en el día después. Es la España del inventen ellos, la otra cara de la ilustración francesa y del racionalismo varias veces aquí derrotado y que otra vez lleva camino de ser arrumbado en el desván de la crisis económica.

En definitiva, un país donde sus representantes políticos en vez de hacer pedagogía del debate actúan las veces como lo haría una jauría en un circo romano, a dentelladas; donde a sus senadores no parece dolerles el sufrimiento de sus ciudadanos y por ello ven tan natural sobreactuar bramando contra el presidente en el templo de la soberanía nacional. Claramente, un país con mala pinta. Una tierra que parece no querer avanzar, que deja, una vez más, a descubierto lo peor de sí misma. Un país que duele, porque es el tuyo, pero del que, parafraseando aquél mil veces repetido eslogan de Mayo del 68, dan ganas de bajarse. Aunque sólo fuese por dejar de ver y oír algunas cosas.