Creo haber escuchado bien. Hay un hotel en Barcelona en el que te piden 10.000 euros por pasar una noche. Y estoy convencido de que hay gente que paga 10.000 euros por dormir una noche en un hotel. Qué quieren, en esa suite hay sábanas de hilo, un fogón para calentarte un café, gladiolos frescos, y el gel que pidas para lavarte el culo. Creo, pero no me hagan mucho caso, que si llevan a su caniche, la noche del puto perro se paga aparte, 80 tacos, eso sí, el chucho tiene su propia carta gourmet, solomillos a 30 euros, pastitas para picotear, y su alfombrita a estrenar. Una monada. Cuando la gente entra a hoteles con estilo, adiós al ñoño término hoteles con encanto, como dice todo el rato la desubicada Diana Palazón en Gavilanes, empeñada en sacar adelante el capricho de su negocio, suelta lo que todos soltaríamos, ¡uau!, aunque no sé si la gente que paga 10.000 euros por lavarse el culo ahí puede permitirse semejante horterada.

En Hotel, dulce hotel, que Cuatro estrenó el jueves en esa línea ascendente que separa el mundo real del mundo marciano, con pajarracas extasiadas al ver una jeringuilla hasta el recopete de silicona o preocupadas hasta la depresión por no acertar entre un Versace de 3.000 euros o un Armani de 4.000, no todo fue extravagante y fatuo. En los hoteles del empresario Enrique Sarasola -yo soy el gay, mis hoteles no, dijo sin venir a cuento ya que nadie dice yo soy el heterosexual, mis hoteles no- los clientes encontrarán taquitos de jamón ibérico, idea que le vendió el chacinero Miguel Bosé. Viendo el programa, en la órbita de Carolina Cubillo, que parió Callejeros y preñó la casa con la misma leche, me decía qué tonto eres. Diría ¡uau!, pero no sabría dormir pagando 10.000 euros.