Pero no nos metamos en un jardín, y limitémonos a tratar asuntos tangenciales y colaterales con el diálogo social, que ya son suficientemente complicados.

No es lo mismo ir a trabajar que trabajar. Y de hecho es lo que más molesta a más de uno. Poner el despertador. Levantarse. El tránsito. Porque después, si nos paramos a pensar, el trabajo en sí no es para tanto. Recuerdo con cariño a una compañera profesora que era la amabilidad personificada y a la que las jornadas matinales se le pasaban en un santiamén.

Llegaba la primera. Recibía. Contemporizaba a gusto hasta que todos estábamos dentro y entonces, sólo cuando ya no quedaba nadie, se dirigía hacia las cuatro paredes de su aula, donde junto a sus alumnos le esperaban sus plantas. Plantas dentro y plantas también afuera, en el pasillo. Plantas que regaba con fe, mimo y parsimonia. Cuando faltaba un cuarto de hora para el recreo, se trasladaba indefectiblemente a la sala de profesores con el fin de que, en cuanto tocase el timbre, el café estuviese listo y el habitáculo, impregnado de su aroma. De acuerdo que era aguachirle. Pero había tanto amor en las manos de esa mujer, que a todos nos sabía a gloria. A la vuelta a la clase se llevaba un ejemplar del periódico, que no había tenido tiempo de ojear hasta ese momento. Y hasta tenía el detalle de repartirnos fotocopias de algún artículo que estimaba merecía leerse. Entre unas cosas y otras, en cuanto se descuidaba, era la hora de salir.

Su marido, al que quería mucho, estaba destinado en el mismo centro. Ni que decir que esta mujer, los días que no tenía que ir a trabajar, era más infeliz y que el día después de las vacaciones, esbozaba la mejor de sus sonrisas.