El esplendor desmedido de la construcción nos ha llevado al postrero lugar que ocupamos en el ranking de salida de la crisis para los países desarrollados. Todas las bendiciones que se le prodigaron durante catorce años como excepcional motor en el crecimiento económico que nos permitió adelantar a países vecinos, se tornaron en escarnecidas críticas al llegar la crisis y con ella el ocaso del ladrillo. Nuestros indicadores económicos mostraron valores inesperados, para sorpresa de quienes ejercían de gurús o estaban interesados en la obtención de beneficios antes que en la sostenibilidad del sector. De nada sirvió que lo advirtiéramos, se nos tachó de alarmistas, pero ahora que somos centro de atención criticado, entre otros por el Financial Times, se reconocen los excesos.

Se ha afirmado que el volumen de stocks en vivienda no aconseja ayudar a la construcción; que es preferible invertir todos los esfuerzos en otros sectores para diversificar y modernizar nuestro endeble modelo económico. De modo que al ladrillo, causante de nuestros males, ni agua. Un disparate de esta naturaleza, porque ambos objetivos son compatibles, se escucha repetidamente, siguiendo una pauta de comportamiento muy generalizada en nuestro país: pontificar al objeto de nuestros deseos hasta la santidad, primero, para satanizarlo después, como si no existiese el término medio en el orden de valores.

La importancia del sector inmobiliario es indiscutible: cuando la construcción va, todo va, señala el dicho francés, porque se trata de un sector claramente multiplicador de la inversión, en cuya órbita se despliegan y viven múltiples oficios que lo complementan y desarrollan: electricidad, fontanería, gas y energías renovables, carpintería, pintura, cristalería, cerrajería, muebles, APIS, administradores de fincas, etcétera, que confieren carácter preferencial a su recuperación, sobre todo si, como ocurre, contamos con medios y capital humano muy cualificados de los que sería un despilfarro injustificable renunciar.

Otra cosa es que la recuperación de la construcción exija un cambio de modelo, una adecuación de la oferta a las necesidades de la población, mayor especificidad, profesionalidad y mejora en la calidad y el precio del producto, en beneficio de su continuidad y sostenibilidad, evitando incurrir en los graves errores del pasado. Como decía el profesor Andrés Pedreño, el pasado domingo en este diario "la economía valenciana no puede salir a corto plazo sin la construcción, pero hay que reinventarla".

Así las cosas, el Gobierno ha apostado por la construcción como medida estrella para crear empleo y propone fomentar la rehabilitación de viviendas para recuperar 350.000 empleos. Como Zapatero, tan solo una semana antes, había hecho "culpable del paro al urbanismo salvaje emprendido bajo la protección del PP", para evitar la controversia, la ministra Salgado matizó la medida diciendo que "hemos querido acabar con el ladrillo especulativo, sí, pero no con el ladrillo, porque la construcción es un sector muy importante".

Como hilo conductor al objetivo previsto propone el Gobierno una reducción del IVA al 8% para toda clase de obras de reformas durante dos años a partir del 1 de julio, a la vez que elevaría el umbral de renta de los contribuyentes que se acogiesen, de 24.000 euros anuales a 33.007,20 euros. Aun siendo positivo, algo más se debería hacer en la incentivación del sector inmobiliario si se busca la eficacia, y para ello convendría eliminar la discriminación fiscal que recibe de las Administraciones públicas, que se sirven los inmuebles como si de un maná se tratara.

En efecto, un inmueble es un producto derivado de la actividad constructiva, y, respecto a cualquier otro, soporta el peso de la tributación estatal por la adquisición de sus componentes, por la construcción, venta, arrendamiento, beneficios, plusvalías, etcétera. Pero además, se les exige lo que no al resto de los bienes, ha de pagar a los ayuntamientos una Tasa por Licencia de Obras como autorización, y un Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO) por la producción, además del Impuesto sobre las Actividades Económicas (IAE) de modo especial, porque sólo a la promoción de inmuebles se aplica, además de la cuota fija, una cuota variable por la superficie vendida. Tampoco a ningún otro producto se le exige por la venta un gravamen municipal sobre la plusvalía (IIVTNU), ni por el stock que, a su pesar, no se haya vendido el IBI, ni menos aún habrá de soportar el adquirente por su tenencia de forma vitalicia el mismo impuesto (IBI), ni cuando se repara o reforma, de nuevo el ICIO, ni tantas veces se transmita de nuevo la plusvalía municipal, aunque se obtengan pérdidas. Añádase la imposición autonómica por las transmisiones y formulación en escrituras públicas o por la suscripción de créditos hipotecarios.

Como no podía ser de otro modo esta sobreimposición diferencial, que se solapa con la estatal, motiva una incidencia desproporcionada en los precios finales. La grave situación del sector y la voluntad por recuperarlo, exigiría eliminar muchas de las cargas fiscales que sobredimensionan su precio, tanto más en el caso de viviendas cuyo derecho al disfrute viene dictado por nuestra Constitución. Es cierto que se habría de reformar la fiscalidad municipal, que se nutre básicamente de los inmuebles, pero eso ya se espera desde hace lustros, lo hemos denunciado y está reconocido por todos los gobiernos, que, pese a ello, han abandonado a la Hacienda local prestándole una escasa atención. Justo la contraria de la que merece.