La publicación de la última obra del psiquiatra Luis Rojas Marcos saca a la luz pública un concepto que, hasta la fecha, parecía restringido al conocimiento de los profesionales de la Salud Mental: la resiliencia. Procedente del latín (resilio: rebotar, volver hacia atrás), este término describe la facultad de un material para deformarse y recuperar su estructura original, o para soportar grandes sobrecargas sin fracturarse. Introducido progresivamente en el terreno de la Psicología, define la capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida -por traumáticas que éstas fueran-, superarlas e, incluso, transformarse positivamente.

La resiliencia comprende dos aspectos complementarios entre sí. De una parte, protegernos en situaciones de elevada presión; de otra, es una habilidad para desarrollar conductas positivas a pesar de las dificultades sufridas. Como afirma Michel Manciaux -uno de los autores clásicos en este tema- la resiliencia es resistir y rehacerse. En suma, una persona resiliente es aquella que es capaz de mantener una vida sana en un medio insano. Recurriendo a los proverbios, nos recuerda la capacidad del junco para doblarse ante el viento, resistiendo a las tempestades y recuperando su forma inicial sin llegar a romperse en ningún momento.

El estudio de la resiliencia suele dirigirse a situaciones de intenso riesgo para la integridad del individuo, como las catástrofes, la violencia o la extrema pobreza. Pero también es importante a la hora de afrontar otros acontecimientos vitales más comunes, como la sobrecarga del cuidador de personas con una enfermedad crónica, una separación conyugal o cualquier otro problema que nos afecte de forma más o menos intensa. En todos los casos, ser resilientes nos permitirá enfrentarnos a cualquier tipo de adversidad y, en consecuencia, reponernos a ésta sin dejarnos la piel en el intento.

En ocasiones se confunde la resiliencia con otras conductas que, aunque aparentemente similares, en absoluto son iguales. Por ejemplo, la recuperación ante un acontecimiento estresante no es sinónimo de resiliencia. Mientras la recuperación implica que la persona ha sufrido cierto grado de inestabilidad emocional, la resiliencia es la capacidad para mantener el equilibrio de las emociones a pesar del suceso traumático. Tampoco resiliencia y negación son iguales. La resiliencia surge cuando vivimos un suceso estresante, "aguantamos el golpe" y seguimos adelante, mientras que la negación es un mecanismo de defensa psicológica mediante el que rechazamos la existencia del problema para evitar el dolor. Pero el problema sigue ahí, latente, y esperando el momento de reaparecer, sin llegar a ser superado.

Las primeras investigaciones sobre la resiliencia humana surgieron de la observación de niños que fueron criados en situaciones de alto riesgo social, bien por proceder de familias desestructuradas, bien por sufrir maltrato infantil, o por haber crecido en el contexto de una guerra o en situación de extrema pobreza. Los resultados de estas investigaciones evidenciaron que muchos de estos niños, a pesar de crecer en condiciones extremas, posteriormente eran capaces de mantener una vida adulta saludable y socialmente adaptada. Un ejemplo bien conocido de la resiliencia es la historia que refleja la película de Roberto Benigni "La vida es bella", galardonada con tres premios Óscar en 1999. En ella, el humor, la actitud activa y el apego paterno-filial consiguen que una vivencia tan traumática como fue vivir en los campos de exterminio nazi, acabe transformando el drama diario y permita la subsistencia.

¿Se trata de superdotados? En absoluto. Es importante aclarar que la resiliencia no es una característica propia de sujetos superdotados, ni tampoco corresponde a una alteración psicopatológica. Tampoco se encuentra ligada a la fortaleza o debilidad del carácter de las personas. Todos nacemos con la capacidad para desarrollar rasgos o cualidades que nos permiten ser resilientes en determinadas situaciones. Este concepto implica un cambio sustancial en la visión clásica de cómo enfrentarse a las situaciones estresantes. Ya no se trata de valorar los factores de riesgo sino, al contrario, detectar y oponer en funcionamiento aquellas fortalezas o aspectos positivos de los que dispone todo ser humano y que nos permiten superar las adversidades. En términos coloquiales, se trata de armar un escudo con las distintas defensas, tanto personales como sociales, de que disponemos.

La resiliencia no es una condición fija que siempre está presente en el mismo sujeto. Por el contrario, varía en el tiempo y ante distintas situaciones, dependiendo de que confluyan, o no, los múltiples factores implicados. Por tanto, este complejo concepto constituye un proceso dinámico, en el que confluyen diversos aspectos familiares, culturales y sociales, así como la propia personalidad del sujeto. Quizás por eso, algunos investigadores la han considerado como "una afortunada combinación entre las características de la persona y su ambiente familiar, social y cultural", siempre en un momento determinado.

No existen recetas mágicas para ser más resilientes, aunque sí algunos factores que favorecen esta condición. Todos los estudios realizados coinciden en que algunas condiciones pueden favorecer la existencia de una mayor resiliencia en los sujetos. Los americanos Steven y Sybil Wolin adoptaron un término utilizado por los indios navajos (mandala: paz y orden) para referirse al conjunto de características personales que definen a la persona resiliente. Según el "mandala de la resiliencia", la persona resiliente tiene una elevada capacidad de introspección personal, es independiente, mantiene fácilmente relaciones con otras personas, actúa bajo iniciativa propia, es creativa, dispone de una escala de valores claramente definida y está dotada de un elevado grado de optimismo y humor.

La construcción de la resiliencia se inicia en la infancia y la familia es el núcleo básico en el que se desarrolla. Las demostraciones de afecto y cariño por parte de los padres, el reconocimiento de los logros obtenidos por el niño, la existencia de un marco que permita desarrollar sus propias habilidades, el ejemplo de respeto y atención a los demás que se ofrece por parte de los cuidadores o el desarrollo del niño en un contexto con adecuadas referencias morales son factores que favorecen la resiliencia. Por tanto, es posible educar en la resiliencia y en esta dirección debería dirigirse el actual sistema educativo, más aún cuando factores de riesgo como la violencia, los conflictos intrafamiliares o las carencias económicas -por citar ejemplos- mantienen una progresiva escalada en los últimos años. Decía Poirier que el pasado no es siempre garantía del porvenir y que, a toda edad, una trayectoria de vida negativa, puede ser modificada. Pero, para ello, es preciso desarrollar previamente esos factores positivos que constituirán nuestro escudo personal.

Un aspecto de relevante importancia es el humor. Su importancia como elemento defensivo frente a la adversidad ha sido suficientemente contrastada en los últimos años. De hecho, hay quien afirma que ejercer la difícil virtud de reírse de sí mismo -o de los problemas- permite aumentar la libertad interior y la fuerza emocional. Junto al humor, mantener una posición activa frente a la adversidad, sentir el control de la propia vida y no confiar en la suerte, son aspectos cruciales. Las personas que se enfrentan con mayor éxito a los problemas son aquellas que, una vez perdidos o ausentes todos los refuerzos externos, asumen una posición activa y dirigen su vida como el capitán del barco afronta la tempestad: buscando la calma final,

De la adversidad podemos salir reforzados. El psiquiatra austríaco Víktor Frankl -superviviente de los campos de concentración nazi y uno de los padres de la psicología existencialista- destacaba la necesidad de dar sentido al sufrimiento, de seguir albergando esperanzas y dar sentido a la vida porque solo así era posible resistir en aquellas inhumanas condiciones. Aunque toda experiencia traumática es negativa, sus consecuencias dependerán de la capacidad de convertirlas en una victoria personal o, por el contrario, de que permitamos que nos derrumben. Frankl afirmaba que "el hombre que se levanta es aún más fuerte que el que no ha caído". Y volviendo al refranero, no sin cierta dosis de humor, cabe aplicarse aquello de que "no hay mal que por bien no venga", incluso en los tiempos más difíciles.