Escucho el comienzo de una discusión entre dos políticos destacados de la Comunidad Valenciana a propósito de la prolongación, en la ciudad de Valencia, del paseo de Blasco Ibáñez hasta el mar y sus efectos en el barrio de El Cabanyal. El primero en hablar, el político del PP, utiliza en su intervención, básicamente, dos argumentos: el PP no tiene nada que decir (sobre lo que plantea el moderador del debate acerca de si cabe una solución dialogada del problema), porque no han sido ellos sino otros los que han llevado el tema ante los jueces; y la razón por la que en los últimos días o semanas se está hablando tanto sobre este asunto -formula el argumento como una pregunta retórica-, ¿no será la necesidad que tiene el PSOE de que la opinión pública no se ocupe de los más de cuatro millones de parados existentes en España? La representante del PSOE (en un tono que, a diferencia del de su contrincante, no es agresivo) replica: la asociación "Salvem El Cabanyal" está en su pleno derecho para ir a la justicia, si no comparte los mismos valores que el PP a propósito del asunto; la Generalitat Valenciana (o sea, el PP) tendrá que explicar por qué nuestra Comunidad está a la cabeza del país por lo que se refiere a la cifra de parados. Vuelve a corresponder el turno al representante popular pero, mientras habla, su contrincante le "interrumpe", tratando de corregir un dato que el primero ha dado y que la segunda considera inexacto. El "diálogo" al respecto viene a ser el siguiente: -"Haga el favor de no interrumpirme; yo le he dejado hablar a usted". -"De acuerdo; disculpe; le dejo hablar". De manera prácticamente inmediata, la discusión se focaliza en quién de los dos está mintiendo a propósito de si la reciente manifestación de los vecinos de El Cabanyal ha sido violenta (como sostiene el representante del PP) o pacífica (como defiende la del PSOE). Como para entonces yo ya he llegado a mi destino, apago la radio del coche, y poco después estoy ya ante el ordenador empezando a escribir este artículo.

El número de falacias, de faltas contra las reglas de la discusión racional, cometidas en esos pocos minutos de conversación es elevado. No son buenos argumentos, desde luego, los dos primeros esgrimidos por el político del PP, como tampoco las correspondientes réplicas de su oponente del PSOE. En cuanto al primero, es muy posible que alguien (o una agrupación) tenga una actitud perfectamente dialogante y, sin embargo, a propósito de determinado conflicto, se vea obligada a recurrir a un juez (si, por ejemplo, la actitud de la otra parte no es precisamente dialogante). Por una razón parecida, tampoco la representante del PSOE argumenta bien en su réplica: lo que estaba en cuestión no era el "derecho" de acudir a un juez (que nadie niega), sino la pertinencia de hacerlo si verdaderamente se tiene una actitud dialogante. Y en cuanto al segundo argumento, parece bastante obvio que el problema que se trataba de discutir no tenía nada que ver con la cuestión del paro en España, de manera que sacarlo a colación es una forma de incurrir en el mismo defecto que pretende criticar: desviar la atención hacia otro lado, evadir la cuestión. Actitud, en fin, que en lugar de ser criticada y atajada, es continuada por su contrincante en el debate.

Tampoco es una estrategia argumentativa aceptable (a pesar de lo que se suele pensar y de lo que ambas partes parecen haber pensado en este caso) exigir que, en un debate racional, cada contendiente tenga derecho a que el otro guarde silencio mientras no haya terminado de hablar quien está en el uso de la palabra. Por supuesto que no es admisible que una de las partes impida que la otra pueda expresarse con libertad; ambas deben, en igualdad de condiciones, poder expresar con suficiencia sus razones. Pero un diálogo no es una sucesión de monólogos, y muchas veces sí que tiene sentido, está justificado, plantear una objeción a lo que el otro está diciendo, sin tener que esperar a que este último haya acabado del todo su discurso. Entre otras cosas, por razones de economía y para facilitar que pueda tener lugar una discusión auténticamente racional: que se frustraría si, por ejemplo, la argumentación de una parte arrancara de una premisa falsa y hubiera que esperar hasta el final para ponerlo de manifiesto. Y, en fin, menos aún puede justificarse que la discusión derive hacia -y se demore en- cuestiones no principales y oscuramente planteadas; si esto ocurre, argumenta mal tanto quien lo promueve como quien no hace lo posible por evitarlo.

Se me dirá, y con razón, que una discusión política no es un diálogo filosófico. No tiene mucho sentido, en efecto, escandalizarse porque en una discusión de tipo político cada uno de los contendientes trate de aprovechar la oportunidad para "golpear al contrario", para sacar partido de la situaciónÉ pero siempre y cuando se respeten ciertas reglas (del "fair play" argumentativo) que señalan, por así decirlo, los límites de lo que puede considerarse una discusión racional y cuya finalidad ha de ser la de permitir al auditorio (y eventualmente a los contendientes) una comprensión más profunda a propósito de una cuestión controvertida.

Y voy ya a la pregunta que da título a este artículo: ¿por qué discuten tan mal los políticos? Bueno, antes de contestarla conviene aclarar que no todos discuten igual de mal y que algunos -aunque seguramente muy pocos- lo hacen incluso muy bien; pero me parece que casi todos estamos de acuerdo en que, por regla general, el nivel argumentativo de nuestros políticos deja mucho que desear. ¿A qué se debe? Parte de la explicación puede estar en los procedimientos de acceso a la política y a los puestos relevantes de los partidos que no fomenta -digamos- que estemos gobernados exactamente por los mejores. Pero la causa más importante, más determinante, en mi opinión, tiene que ver con las carencias argumentativas que uno encuentra en el conjunto de la ciudadanía. Incluso en aquellas profesiones que suelen considerarse depositarias de la discusión racional. O sea, que si los políticos discuten tan mal es porque la ciudadanía, los destinatarios de sus argumentaciones, no tiene una actitud vigilante, exigente y crítica al respecto. Pocos políticos cometerían falacias groseras si temieran que van a recibir alguna "penalización" por ello. Es razonable pensar que elevarían su nivel argumentativo si consideraran que de esa manera mejoraría su imagen, particularmente ante los suyos. Y su actitud en la discusión sería, sin duda, mucho más ecuánime si tuvieran motivos para creer que existe alguna posibilidad (aunque fuera remota) de poder convencer alguna vez de sus tesis a un rival político o simplemente a alguien de distinta orientación política. Quintiliano (uno de los clásicos de la tradición retórica) tenía, en mi opinión, mucha razón cuando animaba a los ciudadanos a hacerse mejores para, de esta manera, mejorar también a los políticos. Necesitamos, en suma, una cultura de la discusión racional.