Hay un relato ligero del género solidario para explicar esos restaurantes en los que se come totalmente a oscuras: se trata de experimentar lo que sienten los ciegos. Todos los simulacros se acercan a la parodia. Como persona vidente que experimenta algunas de las incomodidades de ver cada vez peor prefiero solidarizarme con las investigaciones neurológicas encaminadas a que los ciegos experimenten la visión. (Tampoco olvido el artículo del neurólogo Oliver Sacks que contaba la experiencia de un ciego de nacimiento que logró ver durante una temporada y lo chocante que se le hacía la realidad a través de los ojos, el abigarramiento de las cosas, lo raros que eran los rostros humanos respeto a la idea que se había hecho a través del tacto...).

Lo de esos restaurantes me gusta más sin relato -sobre todo sin relato de falsa solidaridad- metiéndolo de lleno en el género de las experiencias, en nombre del cual se cometen tantas estupideces. No acaban de aclarar si la experiencia de los restaurantes a oscuras es visual o gastronómica: si se trata de cenar bien sin mirar a qué o sólo de masticar y tragar en el vagón restaurante del tren de la bruja. Es una aclaración pertinente porque, como Hemingway, soy partidario de los lugares limpios y bien iluminados y también por el momento.

Acabamos una década oscura en muchos aspectos (terrorismo suicida, guerras cercanas, recorte de derechos, estafa global, crisis económica...) y en la que la gastronomía ha llegado a las bellas artes pasando por las ciencias duras. En la nueva cocina o en el nuevo orden internacional nada es lo que parece porque los platos tradicionales se ofrecen deconstruidos y los productos financieros estructurados. Se come y se invierte a ciegas porque no se sabe cuáles son los ingredientes y las presentaciones que se ofrecen tienen todo de trampantojo o de espejismo, a veces para ver lo que no hay, a veces para no ver lo que hay.