Mi querida Josefina: entenderás que contemple con una amarga pena este año que se presenta cuajadico de actos, honores y parafernalias en memoria de tu hombre, Miguel. Lo entenderás mejor que nadie tú, elemental mujer del pueblo que nunca tuvo pelos en la lengua para llamarle al pan, pan y al vino, vino, aunque por mentar a las cosas por su verdadero nombre más de uno te pusiera (y te siga poniendo) a parir. Como si no hubieras tenido bastantes partos con los de tus hijos; partos fieros y dolientes de sangre arrebatada y despiadado llanto, de vida recental y tempranera muerte que nadie, Josefina, ¡nadie!, tiene derecho a desdibujar con argumentos muy "leídos y escribidos" de intelectuales de poderío bien pagados y mejor promocionados, tan sobrados de arrogancias como tasados de ternuras.

Bien sabes tú, Josefina, ¿no habrías de saberlo?, que por mucho que cuenten y escriban y documenten sobre faranduleras madrileñas, la única mujer-mujer de Miguel fuiste tú y eso no hay dios que lo cambie; tú la que echó raíces en lo más profundo de los cojones del alma de Miguel; tú la que seguirás siendo por los siglos de los siglos maestra suprema de fidelidades, mientras quede en el mundo una hembra transida de dolores y en la Vega una higuera envejecida de golpe por un rayo feroz. Bien sabes tú, ¿no habrías de saberlo?, que tu verdad es la que es, no la que nadie intente pintar a su conveniencia. Y esa verdad la conocemos bien quienes te tratamos viva; quienes más de una tarde te arrimamos el orinal para que escupieras las angustias terribles de tu cáncer terminal, tan reciamente soportado a solas en tu alcoba de Elche; quienes tratamos de ofrecerte de vez en cuando una chispa de compañía en aquella soledad tuya monumental y tristísima, aguardando en vano semana tras semana que tu nuera te concediera la última alegría de tu vida que te llegaba muy de tarde en tarde, tan de tarde en tarde que durante meses yo vi adolecer de melancolía en una esquina del salón el caballito balancín y la dulce muñeca de los nietos adorados y lejanos, ésos que su madre no te arrimaba para que recogieran sus regalos.

Bien sabes tú, Josefina, que lo mío contigo fue un flechazo, un violento y apasionado amor a primera vista que nada ni nadie me podrá arrancar nunca. Porque pisé tu casa por primera vez en 1982 para hacerte una entrevista para un semanario nacional, y al ir el fotógrafo a descorrer las cortinas buscando acomodar la luz le detuviste en seco con una orden de hielo: "¡Quieto ahí!, que hoy es la fiesta del Cantó y en esta casa hay luto". Dijiste, Josefina. Y un acequión de llanto incontenible se me subió a los ojos: no es posible lo que estoy viendo y oyendo. Pero sí: era. Y en ese punto supe sin lugar a dudas que no fingías, que tu luto de viudez era real, que el eco de la ausencia de Miguel te agujereaba las entrañas como un barreno. Y tanto y tan claro y tan absoluto y eternísimo amor me enamoró para los restos, ¿no había de enamorarme, Josefina?

Después, ya sabes, te tocó por segunda vez cerrarle los ojos a un hijo, qué me vas tú a contar que yo no sepa de ese dolor de vientre despojado, de ese desgajamiento de la sangre que te vacía las venas para siempre, aunque la sangre siga corriéndote por ellas. Y allá que fui a tu casa una vez más, no sólo como amiga sino como periodista (perdóname, mujer, si perdón tuviera), y te pedí permiso para fotografiarte al lado de la cama donde yacía de hombre muerto el niño vivo de las Nanas de la Cebolla. Y me lo diste, con un hilo tembloroso de voz y ojos dolientes de cordera a la que le han degollado al corderillo, si eso no es grandeza que baje dios y lo vea. Y esas fotos, porque tú así me lo pediste después, jamás se publicaron ni se publicarán mientras yo viva, que una cosa son las servidumbres del oficio y otra las del alma, que están por encima.

De manera, Josefina, que entenderás que este año que empieza, Año Hernandiano dicen que va a ser, ya desde antes de nacer me deje en la lengua un regusto de tuera y en la garganta un nudo de vergüenza. Porque en la Orihuelica del Señor por las muestras nadie tiene cojones, ni del alma ni de los otros, para pararle los pies a los indecentes que con la memoria de un comunista condenado a muerte, al que dejaron morir de hambre y de tisis en la cárcel, quieran ahora medrar los fascismos ultramontanos capitalizando en favor propio la honradez y la dignidad que nunca conocieron; mintiéndole a las nuevas generaciones sobre la auténtica realidad de un oriolano limpio y claro que, si ocasión tuviera de leer uno solo de esos ripios que se están repartiendo en los colegios para escarnio de la poesía e ignominia de quien los ha escrito y quienes los apoyan, de seguro se iría a vomitar en el primer ribazo que encontrara, por ver si vaciando las tripas se podía sacar de dentro el asco insoportable que produce ver hasta dónde es capaz de llegar, en su desmemoria y en su desvergüenza, el pueblo de la misma leche de Miguel Hernández Gilabert. El poeta con el que tantos se llenan ahora la boca (y el bolsillo), aunque ni lavándose la lengua con lejía tendrían derecho a nombrarlo. Y eso lo sabes tú mejor que nadie, Josefina. Y, mal que a alguno@s les pese, yo y algunos más también, porque tú misma nos lo contaste.