Cómo no recordar las tranquilizantes imágenes de la semana pasada, hace ahora siete días de fecha tan señalada, de mogollón de seres, todos humanos, celebrando un acto en mitad de la calle, en la plaza de Lima de Madrid, para defender a la familia cristiana. Si no recuerdo mal, entre conexión vía satélite con el jefe de la patronal vaticana, y entre risas y palmas, y mítines de los trabajadores de aquí, vimos en varios planos, siempre pocos, a Antonio María Rouco Varela, que también tenía aspecto casi humano. No así el de Roma, que el pobre Josep Ratzinger, recién salido del susto de la loca que se abalanzó a él por amor, cosa que entiendo a la primera porque lo suyo es para volverse loquito de pasión, parecía como ausente, envarado, con sus manitas abiertas y su boquita así, como apretada y siempre ratonil. Pero qué importa la apariencia cuando gente tan pía, tan en su mundo, tan por los demás, tan entregados, sólo atiende el interior, cosas del espíritu, lo que no se puede pesar ni medir. Como el fin de Europa que profetizaba un siempre razonable monseñor Rouco o como se llame su puesto en esa factoría, el fin de Europa y el fin del mundo, y el de los tiempos en una sociedad sin hijos porque, ay, qué dolor, los estamos matando a todos. Es la muerte a ojos vista de los inocentes. La parte dedicada al fin de la familia también fue guay. Que esto se acaba, que estamos amariconados. Que familia sólo hay una, la bendecida por su club. Lo malo de este club, porque soy una rata, es que se mantiene y se publicita con mis impuestos, y eso me toca la pelota tanto como a los intelectuales de "Espejo público", Miguel Temprano y Bárbara Rey entre ellos, parece molestarles que Cayetana de Alba haya pasado el fin de año con su novio, un tal Alfonso Díez.

Y otra cosa que parece obvia pero no les interesa entender porque su eterna estrategia de la persecución se les vendría abajo. Señores del club y allegados, no confundan mi forma de ver el mundo, no confundan mi indiferencia a su moral y sus dogmas, no confundan mi discrepancia como un acoso a su rollito. ¿Que lo hago desde el cachondeo, que no me tomo en serio sus extravagantes delirios, que no creo cuando los veo en la pantalla que su mensaje es el de Cristo por mucho que lo mangoneen, que lo suyo tiene que ver más con la ambición y el poder, y el control y la furia del que sabe que a estas alturas el negociado de su aterradora influencia pasada no es lo que era? Llevan razón. No hay otra manera de acercarse a sus disparatadas letanías, ajenas al amor, ajenas a la piedad, ajenas a la compasión. Son católicos, apostólicos y romanos, pero el cristianismo se les descolgó en el camino hacia la barbarie espiritual que ostentan. Basta de sermones. ¿Quieren cachondeíto? Allá va. El mismo día que su fiel clientela, sin duda respetable, sin duda respetada, y al parecer menos que en ediciones anteriores para celebrar su modelo de familia -que siempre celebran contra alguien, con lo sano que es celebrar las cosas porque sí-, quizá porque les ha pasado como a Carme Chacón en su visita sorpresa a nuestros militares en misiones internacionales, que ya no sorprende a nadie porque es anual, el mismo día que sacaban a la calle la artillería paródica por extrema y vacua del asesinato de los inocentes y del fin de los tiempos porque la familia está en peligro, se produjo una bendita casualidad. Fue en La 2. En "Crónicas", televisión de la buena, donde aparece gente que no es juzgada ni mucho menos condenada. Entremos en Can Gazá.

Can Gazá es una casa de campo cerca de Palma de Mallorca, y a esa casa entramos las 398.000 personas, apenas un 2% de la audiencia, que a esa hora del domingo estuvimos frente a esa pantalla, noble, tan digna que te dignificaba, pantalla de la que brotaba la emoción porque lo visto fue un dardo al centro de la razón, tan bella y poética como siempre. Lo malo, lo peor, es que ni Rouco Varela, el que clama a pecho estremecido por la familia, ni Ratzinger, otro ratoncillo asustadizo, podrían entrar allí, salvo que se quitaran sus mitras, cuestión de altura de puertas y techos, y se despojaran de sus teatrales ropajes, cuestión de sensatez porque los habitantes de Can Gazá, aunque excluidos, seguro que olfatean a lo lejos la mascarada. ¿Quieren que hablemos en serio de familias, y no de familia? Hablemos. Can Gazá, la última estación, fue el nombre de ese "Crónicas" sobresaliente y oportuno. En Can Gazá vive una gran, enorme familia de hombres que un día descontrolaron su vida, eso tan humano, aunque terrible, de drogas, alcohol, violencia, y sus consecuencias, exclusión, resentimiento, fracaso, y vuelta al hoyo. Pero un cura, Jaume Santandreu, violado por un monje de La Salle, encontró Can Gazá y acogió a los que nadie quiere. Dice que es gay, sí, y qué, ni presumo ni me oculto. Y recuerda, aquí no salvamos a nadie. Ay, exclama socarrón, ay los salvadores.

En Can Gazá vive Juan Carlos Robles, con su bicho dentro y sus ojos mirando casi desde el otro lado, José Antonio Serrano, cojo, acomplejado de pequeño, recordando que cayó en el alcohol y la violencia, lo mismo que detestaba de su padre, y arrastra con un dolor insoportable haber pegado a su madre, José Antonio Rosa, una vida de cárceles y delincuencia, Miguel Ángel Jiménez, con hijos que abandonó a los 5 años y ahora se pregunta para qué van a conocer a un trasto como él, Amador, ciego de glaucoma al que robaron sus propios amigosÉ Mientras hablaban sonaba la voz de Serrat, Sabina, del siempre estremecedor Leonard Cohen. Lo peor, hablaba a cámara Jaume, es la exclusión emotiva. Pero en Can Gazá se ayudan unos a otros, se quieren, se necesitan, tienen una rutina, ven la tele, trabajan para la comunidad, son felices. ¿Sigo hablando de la familia? Señor Rouco, déjese de letanías, quítese la mitra, y aprenda de Jaume, que seguro que en Can Gazá será bien acogido. Ángela Gonzalo firmó el guión, y Salvador Aldeymer lo narró pelín melodramático, sin necesidad. A la familia de Can Gazá, y a ustedes, feliz 2010. De verdad.