La emotiva y generosa referencia del Príncipe en la ceremonia de entrega de los Premios el pasado viernes fue premonitoria. El hilo de esperanza que su bien probada fortaleza nos permitía aún acariciar, esta vez era demasiado fino: ha muerto un asturiano, un español, un hombre ejemplar.

Entre otros, tres rasgos de su personalidad permiten emplear un calificativo tan exigente. Dignidad es el primero. Todo en Sabino transmitía dignidad: su semblante, su figura, su voz, su mirada. La dignidad del hombre cabal, de la persona que entiende la lealtad como un sacramento y, al tiempo, como un arte. Esa clase de dignidad privativa de quien, con su conducta, nunca se ha perdido a sí mismo el respeto, la dignidad que se gana con actitudes y comportamientos. La dignidad que sale de dentro: ser más que estar, aunque se refleje en cada ademán. La dignidad que hace de algunos elegidos constituir referencia de altura moral y de rectitud.

Entereza es el segundo. Entereza, temple, fortaleza de espíritu. La entereza del que sabe vivir con hondura la felicidad y el sufrimiento, tanto la fortuna como la adversidad, ¡Y qué altas dosis de una y otra ha conocido Sabino Fernández Campo! Entereza que es no volverle nunca la espalda a la vida, traiga ésta lo que traiga. La entereza que, como la dignidad, es estar pero también y, sobre todo, ser, porque es una actitud moral y una disposición del ánimo antes que modos y maneras. Esa entereza admirable que dota de distinción: distinción física y distinción moral potenciándose recíprocamente, admirablemente.

Hay todavía un tercer rasgo sobresaliente en la personalidad de Sabino Fernández Campo; no es fácil nombrarlo con un solo término, porque se refiere a toda una sabiduría para las relaciones humanas; pudiera valer el de bonhomía, si no se empleara tantas veces banalmente. Bonhomía que es sentido reverencial de la amistad. Bonhomía que es serenidad, intensidad sin apremios, sin precipitaciones, como si la vida no fuera esa "prisa" de la que hablara Ortega. Bonhomía que es también sentido del humor hacia adentro: la ironía nunca cáustica, nunca agresiva, siempre comprensiva; ese sentido del humor de nuestras mejores gentes de Asturias, expresión de una vieja y acendrada actitud de tolerancia, el humus civil de la convivencia. Una bonhomía que no es incompatible, naturalmente, con la gravedad o con la seriedad o con el compromiso que demandan unas y otras situaciones. Ahí ha radicado en buena parte el atractivo de la personalidad de Sabino: saber ser próximo manteniendo la distancia siempre más adecuada, saber aligerar con un simple guiño lo artificioso de cualquier situación sin perder la compostura, o en saber quitar hierro a las circunstancias más difíciles sin restarles la trascendencia que tuvieren. Toda una sabiduría.

Le han sobrado créditos a Sabino Fernández Campo para ser considerado ejemplar. Yo quiero ahora -como testimonio de respeto y afecto muy hondos- dejar constancia de estos tres. Querida María Teresa, no le dejaremos de querer.