Bien es cierto que los españoles no podemos presumir de expolios ajenos con lo que hicimos desde hace quinientos años en las Américas, pero lo curioso es que nuestras andanzas, o las de nuestros antepasados por aquellas tierras ya descubiertas por los mayas, incas o aztecas, por citar los pueblos nativos más modernos del continente precolombino, fueron ampliamente aireadas, y condenadas, faltaría más, por los contrarios a los desmanes colonialistas, siempre que no los hubieran hecho sus propios países. Algunas naciones, como la nuestra, han tratado de salvar aquella deuda cuidando algún pequeño detalle con los actuales pobladores. Por ejemplo, restaurando con fondos de los ministerios de Cultura y Asuntos Exteriores gran parte de los monumentos que conforman el patrimonio artístico de la América hispana. En otras ocasiones, como en el ferrocarril que lleva desde Ollataytambo a Aguas Calientes, costeando la construcción de ese tren de vía estrecha que sigue el curso del río Urubamba, muy pegado a las faldas de las colinas que serpentean el valle, hasta llegar al pie de Machu Picchu. Esta ciudad, cuidadosamente restaurada en la actualidad, fue puesta de nuevo a la vista de los mortales allá por 1911, cuando un profesor de la Universidad de Yale, Hiram Bingham, tras años de perseguirla, la capturó, nunca mejor dicho. Él encontró lo que los españoles de Pizarro nunca dieron con ella y, tal vez por eso, ahora todavía la podemos admirar prácticamente intacta, con sus muros, sus palacios, sus bancales escalonados y su historia. En ese tren, llamado injustamente el Hiram Bingham, cuidadosamente preparado para los turistas que provienen de Cuzco y que no tiene absolutamente nada que ver con el que utilizan los nativos que, obviamente, no pueden subir al de los viajeros privilegiados, compré el libro del yanqui sobre su hallazgo de la ciudad perdida y pude enterarme de las dificultades por las que atravesó el aventurero profesor en la búsqueda de uno de los símbolos más sagrados de la historia de otro pueblo colonizador y tirano para con las anteriores civilizaciones del Perú, los incas.

Cuando estuvimos en aquel país, allá por 1994, recuerdo que al pasear por entre las cuidadas ruinas de la ciudadela de Machu Picchu le pregunté al guía que nos acompañaba, defensor de que los nativos pudieran aprender y estudiar su lengua materna, el quechua, que si Hiram Bingham, "descubridor" en 1911 de las ruinas de aquella ciudad fronteriza con la Amazonía se había llevado tesoros de allí. Me contestó con una cierta ambigüedad, aunque él estaba seguro de que sí y que, por supuesto, las autoridades peruanas de comienzos del siglo XX estarían implicadas en el escabroso asunto de la desaparición de tesoros de enorme valor arqueológico y pecuniario.

Machu Picchu, la ciudadela y su montaña vecina con forma de puma en reposo, el Huayna Picchu, son lugares que ningún mortal debe dejar de conocer. Si uno se hospeda en lo alto de la montaña puede tener el privilegio, Concha y yo lo tuvimos, de ver amanecer en un lugar paradisíaco a unos dos mil cuatrocientos metros de altura, donde al sol le cuesta una enormidad sobresalir por aquellas endiabladas cimas cubiertas de verdor, de lluvia y de neblina. La conversación con el guía me hizo pensar y en cuanto volvimos a Lima comencé a indagar aquí y allá con los colegas de la Universidad Pontificia sobre el hipotético botín que Bingham podría haberse apoderado en Machu Picchu. Unos silbaban, levantaban la vista y miraban al cielo sin decir nada. Otros, los menos, susurraban en voz queda sobre no menos de cuatro mil objetos de valor que habían volado en dirección a la Universidad de Yale tras el redescubrimiento de las ruinas. Incluso hubo quien me sugirió la posibilidad de firmar un manifiesto sobre el expolio yanqui: más de cinco mil piezas, aseguraba, que el Perú debía reclamar al ser de su propiedad y que la prestigiosa universidad de Connecticut se negaba a devolver.

Era una reclamación justa, como la del pueblo griego por los frisos del Partenón y que el flemático Lord Elgin se llevó por la cara al Museo Británico. Si Gran Bretaña nunca devolverá la obra de Fidias a Grecia ni a Egipto la piedra de Roseta, la que sirvió para descifrar la escritura jeroglífica, el muy periódico "New York Times" desaconsejaba el pasado año a la Universidad de Yale reingresar esas cuatro o cinco mil piezas a Perú.

Unas piezas que, por lo poco que se sabía, fueron prestadas por un periodo máximo de dieciocho meses para el estudio de las mismas. Curioso, ese año y medio ha durado ya casi un siglo y los tesoros continúan en los Estados Unidos. En fechas muy recientes, una comisión peruana viajó a Connecticut para comprobar el estado de esas piezas de incalculable valor, al menos arqueológico. Su sorpresa fue enorme cuando se percataron de que el número de obras de arte expoliadas por Bingham no era de cuatro ni de cinco mil, sino de más de cuarenta mil, diez veces el número estimado. Cuando el actual gobierno ha reclamado su devolución, la Universidad, pillada "in fraganti", ha aceptado, en principio, retornar cuatrocientas piezas pero poniendo muy duras condiciones.

Como escribiera uno de los hombres de confianza de Pizarro, el cronista Pedro Cieza de León allá por 1550: "Entre flotas cargadas de metal de oro y plata como si fuera hierro, ni donde se vio ni leyó que tanta riqueza saliese de un reinoÉ". El expolio de América, quinientos años después de que nuestros antepasados, mandados por un Francisco Pizarro que firmaba sus descubrimientos, tratados y conquistas con una equis, tuvieran la fatal ocurrencia de dejarse caer por aquellas tierras, continúa.

Emilio Soler es profesor de Historia Moderna de la UA.