H ace unas semanas, Fernando Miró, amigo y compañero de fatigas universitarias, escribió en este mismo diario sobre la necesaria independencia que ha de regir el ejercicio de la judicatura para que ésta sea lo que debe ser: justa. Yo recojo el testigo y les voy a hablar de la necesaria independencia, especialmente política, que entiendo debe existir en la investigación científica, y que es imprescindible para que ésta pueda encontrar, decir, y aplicar el objeto de su estudio: la verdad.

Dos situaciones me han movido a hacerlo. La primera, el saber que en Estados Unidos, más de once mil científicos, entre ellos una cincuentena de Premios Nobel, han firmado un manifiesto promovido por la Union of Concerned Scientists (la unión de científicos preocupados);, en el que denuncian la ingerencia política en la investigación científica en aquel país, manifestada, entre otros, por el sesgo o negación de la evidencia, la interpretación o manipulación de sus resultados, o el uso indebido de los mismos. Con las elecciones norteamericanas a la vuelta de la esquina, su denuncia no está exenta de un trasfondo político, a qué negarlo. Pero al margen de ello, y usando una expresión típicamente navideña, coincide con la opinión de las personas de buena voluntad, quienes creemos que más allá de los intereses políticos o crematísticos, la investigación científica ha de hacerse pensando siempre en el bien común.

La segunda, que durante nuestra séptima Semana del Cerebro en Alicante, se ha hablado tanto de política como de ciencia. E incluso se ha reivindicado la participación activa de los científicos en el ejercicio político de nuestra sociedad, que hago totalmente mía, pero que veo de difícil materialización. Primero, porque Weber o Cajal, por ejemplo, ya coincidían hace más de un siglo en que las cualidades y los valores que precisan el político y el científico son diferentes. La coincidencia de dichas cualidades y valores en una misma persona es mera casualidad, y a los que anecdóticamente les toca (conozco a algunos); les hace sufrir tanto que acaban con el «corasón partío». Segundo, porque ninguna tecnocracia, de las que hasta ahora se han experimentado, parece haber creado sociedades ideales, o, cuanto menos, absolutamente inmejorables, sino, que, por el contrario, éstas han tenido también sus problemas. Y tercero, porque como graciosamente dice el periodista José María Arquimbau, la política tiene tanto poder para cambiar las cosas, que cuando se acerca mucho es incluso capaz de transformar la palabra más maravillosa que existe en el mundo, madre, en suegra.

Como discutí con una entrañable amiga hace unos meses, en el no menos entrañable barrio bonaerense de San Telmo, el único maridaje posible entre la política y la ciencia debe pasar por compartir ambas un único principio: el de su bondad social, del que les hablaba más arriba. El político (por extensión, todo aquel para quien sus ideas -políticas, religiosas, de grupo, etcétera- son irrenunciables, digan lo que digan los datos); y el científico (todo aquel para quien los datos objetivos son irrenunciables, digan lo que digan las ideas); deberían trabajar, cada uno en su ámbito (la transmutación de uno en otro no parece necesaria, e incluso podría ser inconveniente);, con el fin único de mejorar la sociedad que heredaron, y que entregarán, respectivamente, a otros políticos u otros científicos. Cosa, que, lamentablemente, no siempre ocurre.

Así las cosas, y de acuerdo al «in medio, virtus», una posible solución podría ser la que apunta un informe de primeros del pasado noviembre del Parlamento de Gran Bretaña para el mejor gobierno de aquel país: crear en cada departamento gubernativo una asesoría o consultoría científica, cuyo funcionamiento sea absolutamente independiente, y que aporte los datos sólidos, racionales y objetivos sobre los que argumentar las decisiones políticas. Decisiones que se deberían tomar sin eliminar aspectos concretos contrarios a la versión oficial o a los intereses políticos, que son siempre coyunturales y transitorios, y por tanto, mutables. Decisiones que, basándose en la mejor evidencia científica del momento, deberían permitir construir el mejor futuro común, de entre todos los posibles.

Como idea no está mal, estarán conmigo. Pero Macondo no existe. Mi joven amiga, en la inolvidable Buenos Aires, la única ciudad de las que he estado por la que siento auténtica morriña (excluyendo, claro está, a mi «terreta»);, me lo dejó meridiana y dolorosamente claro. Porque duele pensar que la juventud, los futuros políticos y los futuros científicos, no crea siquiera en que ello sea posible. Ese lugar soñado, diseñado racionalmente por un Buendía, en el que todas las casas están a la misma distancia del río, que reciben las mismas horas de luz solar y en el que los relojes de cuco están ajustados para tocar secuencialmente una nota cada uno, haciendo sonar entre todos una melodía, no ha existido nunca, y no podrá existir jamás. Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad -y los científicos, lamentablemente, lo son- no sólo no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra. En ocasiones se les niega incluso la primera. Tal vez por eso, imitando a su homólogo Jorge Hamilton, los científicos de hoy prefieren vivir en Calabuch, de donde no parece tan fácil moverlos esta vez. Afortunadamente.