D esde mi lejana infancia he sentido admiración sin límites por el profesor Franz de Copenhague, insigne inventor. Mi adhesión inquebrantable nació de cuando el Dr. Franz (cabeza cuadrada y calborota, ojos incisivos tras grandes gafas de concha); propuso la creación del periódico nutritivo. Según aquel cráneo privilegiado los lectores pasarían un rato placentero leyendo las historietas de su periódico favorito sobre la Conspiración del 11-M, la libertad del etarra De Juana Chaos, la traición de lesa patria de Zapatero, el mimo con que el PP valenciano cuida del medio ambiente, el perpetuo sacrificio de Alperi por los intereses alicantinos, la capacidad de liderazgo de Joan Ignaci Pla..., y después podrían lamer sus páginas, deleitándose con el dulzor de la tinta y el papel hábilmente combinados. Y finalizaba el gran inventor de esta guisa: «finalmente se comerán el periódico que, además de ser una deliciosa golosina, constituirá un alimento de alta calidad». Y no erraba el sabio, porque el periódico podía ser, al tiempo, auténtico alimento para el espíritu y para el cuerpo.

El Dr. Copenhague es una víctima más de la endogamia universitaria. Su nombre germánico y su apellido de raigambre danesa le han perjudicado gravemente. De llamarse Puigmoltó, habría obtenido plaza en una Universidad catalana, y si se hubiera apellidado Aguigorriaga estaría acumulando tramos de docencia e investigación en el País Vasco. De apellidarse Giménez se encontraría tan ricamente instalado en la Universidad de Alicante, esperando que su parque científico sea, un siglo de éstos, una realidad.

Tras la muerte de Franco, el profesor Franz intentó ingresar en el cuerpo de profesores numerarios de Universidad, y presentó para tal fin un invento genial. Consistía en un gran recipiente o tolva donde debían depositarse, como materia prima, desperdicios del franquismo y políticos usados. Allí se molía aquel material y se lavaba con lejía caliente, para pasar seguidamente a un separador de residuos sólidos. Una parte, aparentemente inservible, se depositaba en un recipiente recolector de ganga sólo susceptible de ser usada como abono nitrogenado; otra, tras ser filtrada con electroimán para separar algún clavo que se hubiera colado sin permiso, se convertía en político demócrata de centro y, en algunos casos puntuales, hasta de izquierdas. Informantes secretos, delatores, jefes de prensa de órganos innombrables, camaradas de distinto pelo, podían pasar por el filtro, porque el colador ideado por Franz era lo suficientemente generoso y porque el material utilizado era una aleación de un nuevo material llamado consenso. No obtuvo plaza, sin embargo, el gran Franz. Viejos favores y promesas de futuro, llevaron en volandas hasta el funcionariado a un yerno del presidente del tribunal.

Con la LRU del ministro Maravall, Franz volvió a probar suerte con otro fenomenal invento. Se presentó a aquella oposiciones con su aparato «Espárracus» para hacer crecer a los políticos cortos de talla y que desearan subir en el escalafón partidario. Nada de manipular las articulaciones ni de gimnasias raras. Tampoco había que ponerse a estudiar, porque el estudio está reñido con la política, que exige movilidad, acción, rapidez de reflejos. Se trataba de un casco metálico adherido a un corsé con dos sobaqueras almohadilladas, y un soporte que sostenía por encima de la cabeza un imán, que debía cumplir una doble función: ejercer su acción atractiva sobre el casco, haciendo crecer al usuario unos 8 centímetros por año, y poder recibir las directrices del partido a través del hierro imantado. Durante la oposición, el presidente del Tribunal salió un momento a llamar por teléfono y ya no regresó, por lo que la plaza quedó desierta y Franz nuevamente sin posibilidades de mostrar sus talentos en el ágora universitaria.

No por ello quedó desanimado el sempiterno aspirante a profesor. Acaba de inventar la Broncodolina que, como todos sus descubrimientos, tiene fácil aplicación y utilidad. Veía Franz por televisión una sesión del Congreso. Zapatero recibía una andanada de insultos y descalificaciones desde la bancada de la oposición. Salía luego en el Telediario la imagen de Aznar depositando unas flores en el lugar de un atentado de hace veinte años, y se escuchaban de nuevo insultos y vivas a los caídos por la patria, mientras el líder José María se pasaba la mano por su peluquilla Camilo Sesto. Poco después Zaplana y Acebes arengaban a la rebelión y al somatén. Después vino la gran manifestación del sábado del 10-M y la llamada a la defensa de España, que el inventor tomó como cosa suya. Copenhague entró en su laboratorio casero y ha preparado un elixir susceptible de producir las mismas calorías que un líder del PP. Los elementos esenciales de la Broncodolina son: una rociada de aceite de acceso del PSOE al poder gracias a una masacre; unto de tolerancia con separatistas y terroristas; manteca de ataques a la libertad religiosa, a la libertad de expresión de la COPE y violación constante de la Constitución. El sábado 10 de marzo, por la tarde, el profesor tomó una cucharadita del prodigioso elixir que acababa de inventar, y a los cinco minutos se puso rojo y gualdo, y comenzó a dar vivas al orden, la Patria y la Religión, y a despotricar contra los que, desde su indignidad, se empeñan en torcer la ruta de nuestra historia en un sentido contrario a la exigencias del espíritu nacional. Al recordar a los Reyes Católicos, que habían unido a la nación, comenzó a llorar. ¡El invento era un éxito! Con una cucharadita al día el usuario se convertirá en D. Pelayo, y con dos en Queipo de Llano. Y si se toman en ayunas, en un clon del locutor Losantos. Ya que no ha logrado plaza en la Universidad, a lo menos que se le dé al Dr. Franz una de asesor en la Diputación Provincial del señor Ripoll, y que se acabe ya con esa maldición de «que inventen ellos».