L a agresividad que el PP está mostrando y el uso obsceno que hace del terrorismo están conduciendo a que muchos demócratas pasen del enojo a la impotencia, y de ahí al miedo. Miedo a esta táctica de manual fascista: generar tal tensión que la ciudadanía crea que existe un vacío de poder -previamente deslegitimado- que debe ser ocupado por cualquier salvador de la patria -de ahí que haya tanta patria en las marchas del PP-. Por eso hay estos días muchas palabras de autoafirmación en la izquierda. Y algunas recetas fáciles. Una de ellas, en forma de SMS, me llega el sábado: la mejor manera de acallar a Rajoy es que el PSOE obtenga más votos en las municipales que los que obtuvo en las Generales.

Es un objetivo casi imposible de cumplir: supondría pasar de los 7.999.178 (34,83%); votos a más de 11.026.163 (42,59%);. (Los cambios en el censo no parecen determinantes para el presente análisis);. Para no anticipar un argumento del que luego se apropiaría el PP, es preferible marcar otro objetivo: incrementar ahora la diferencia positiva que ya se obtuvo respecto del PP, arrebatar municipios claves y, al hacerlo, preparar las condiciones para que se mejoren los resultados en las Generales. Todo ello sabiendo que no bastan, para alcanzar los auténticos objetivos políticos -gobiernos progresistas- sólo con los sufragios del PSOE, por lo que conviene involucrar en la ecuación al conjunto de la izquierda, e, incluso, a otras fuerzas políticas, evidenciando el aislamiento del PP. En todo caso lo que ahora puede empezar a parar a la ultraderecha es la apreciación de que la izquierda le planta cara con mesura pero con claridad en las intenciones.

Valga el ejemplo de Alicante: el PSOE obtuvo 55.783 (38,3%); votos en las Municipales y 73.324 (42,2%); en las Generales. Con eso no se gana al PP, aún, pero merece la pena empezar con esa ambición. Otro dato: en las Municipales la participación fue del 62,09%, y del 75,25 en las Generales. Conclusión sencilla -aunque no única-: un enemigo del PSOE es la abstención y cómo combatirla debería ser la primera ocupación de sus estrategas -me parece que conseguir el voto centrista no es un valor absolutamente independiente y está directamente relacionado con esta reducción de abstencionistas-. De alguna manera eso fue el «Efecto ZP»: una forma de propiciar la participación y de atraer a nuevos votantes. O sea: de ilusionar, de movilizar. Nadie puede pensar hoy en la traslación mecánica del «Efecto ZP», pero es una condición de la victoria socialista reproducir las condiciones - las causas-, en el ámbito local, de tal «efecto». Y a mi modo de ver eso significa:

1. Zapatero transformó «indignación moral» en «energía política» con un trato transparente y nítido del Prestige o la Guerra de Irak. No se entretuvo en decir que sí pero no, o en opinar que, como todo el mundo quiere tener gasolina, hay que buscar los grises en los conflictos, o que se iría a la Guerra si la ONU hacía un Plan General de Ordenación Universal. Ante los grandes temas: claridad. Se premió al político que no chalanea con los principios y que confronta con la derecha al defenderlos. Cuando los jóvenes gritaban: «¡No nos falles, Zapatero!», no se estaban refiriendo a la política económica -por importantísima que sea- ni pidiéndole viviendas con piscinas. Le mostraban su apoyo, condicionado a que su partido se comportara en la victoria como se había comportado en la oposición. El «efecto» consiste en propagar la esperanza en la honestidad. Y no favorecer, por ejemplo, a los que piensan que ante la corrupción todos los políticos son igualmente sospechosos, embozados en listas cerradas y con sus amistades peligrosas al acecho. En algunas ciudades hay suficiente hartazgo de sospecha como para cimentar en eso una campaña, al menos con más fundamento que en las fotos rutinarias en las plazas y en las promesas cortitas y archisabidas. No son sólo palabras: son actitudes. Las únicas que arrastrarían a votantes centristas, saciados de ver paseos por juzgados, de los favores intuidos y de estar regidos y construidos por presuntos inocentes. El Programa, desde esa perspectiva, debe dibujar un modelo de ciudad en torno a valores como la solidaridad y la sostenibilidad, así como un ejercicio distinto de la acción política explicable por sí mismo, sin necesidad de malabarismos argumentativos. Es decir: que se practique ya durante la misma campaña.

2. Zapatero teje desde la oposición una importante red de alianzas en torno a unos objetivos compartidos. Inaugura una nueva forma de colaboración con colectivos sociales: no exige fidelidad apriorística a sus siglas sino que pide apoyo a compromisos, por molesto que eso pueda ser a veces. Casi se podría decir que, en muchos casos, los más puntualmente críticos con el propio PSOE son los más firmes cómplices en las luchas comunes, porque habían sido punta de lanza contra el PP. Eso reforzó la imagen de coherencia de Zapatero y ha permitido desarrollar las mejores políticas de este ciclo reformista: salida de Irak, matrimonio homosexual, igualdad de hombres y mujeres, ley de dependencia, pactos con sindicatos, políticas a favor del medioambiente. O sea: las políticas que premiará el electorado. Esto no es mera cuestión de marketing: es una correcta conclusión para una persona inteligente de izquierdas y puesta al día en algunos debates: las reformas requieren tejer coaliciones ciudadanas perdurables frente a las que la derecha edifica cotidianamente con los grandes poderes privados. Por eso, ahora, en algunas ciudades, el cambio no consiste sólo en desplazar al PP sino que también requiere del diálogo que de cómo resultado un conglomerado político y social que asegure que las políticas ulteriores serán distintas, no prisioneras de similares intereses a los actuales. Y esto, cerrando el círculo, o se transmite o no romperá la espiral de la abstención, porque busca nuevos escenarios de confianza en la sociedad civil.

Recientemente, Ángel Luna, en su esperado regreso a la política, publicó un artículo que ha sido comentado muy favorablemente en ciertos despachos; en él no encuentra lugar para esbozar una crítica al PP, pero, con toda razón, sí critica a los que confunden la política con una religión. Estoy completamente de acuerdo con él: la política debe ser más vecina de una ética civil transparente que de cualquier fe que, como todos sabemos, consiste en votar lo que no se ve, o en esperar el acceso a los cielos por el puro temor al Maligno. Aunque, claro, yo de esto sé muy poco: alabadas sean las Santas Encuestas.