o seré yo quien le discuta al Papa el derecho a poner firmes a sus ministros, de modo que si el teólogo Jon Sobrino lo es, y Benedicto XVI le tapa la boca, que ellos se las arreglen. Dios Cristo , sin embargo, no son propiedades exclusivas del Papa o de Sobrino, por lo cual le cabe a cualquiera la posibilidad de hacerse algunas preguntas. Y yo me pregunto si es que Sobrino ha osado negar la divinidad de Jesús o se trata tan sólo de que, profundizando mucho en su lado humano, en el Vaticano se ha entendido que queda oscurecida su divinidad. Si así fuera, tampoco me parece contraproducente: quizá nada esté más cerca de Dios que lo profundamente humano. Es más: el mayor acierto del cristianismo es tener un Dios con rostro de hombre. Y si uno mira al Jesús de Getsemaní , orando en el huerto, con el que se tiene por predecesor de Ratzinger a su lado, durmiendo como un tronco, y muerto de miedo él con la que se le viene encima, suplicando a Dios que pase de él aquel cáliz, pero que si no hay más remedio él ira a la cruz, no podían las escrituras ofrecer la imagen de un Dios más conmovedoramente humano. O el que, ya en la cruz, pregunta al Padre por qué le ha abandonado. Pero no deben ser estas debilidades de Jesús en las que habrá insistido Jon Sobrino, sino más bien en la cercanía de Jesús a los débiles y menesterosos, a los marginados, a los distintos. La teología de la liberación va por ahí y ese Cristo choca con los mármoles del Vaticano. Se trata del Cristo que estimula a muchos cristianos comprometidos en medio de las hambrunas, y ese es un Cristo temible, bajado de la peana, que compromete a la poderosa organización que lo secuestra. La agitación a la que llama aquel rebelde ajusticiado en Jerusalén es bien distinta a la que el Papa llama ahora a los suyos frente a otros poderes, de poder a poder. El argumento de los tiempos distintos, es decir, que Ratzinger y Jesús son de épocas distintas, no es desdeñable, aunque resulte más moderno Jesús que el Papa, pero las condiciones de vida de uno y otro también son distintas. Jesús dejó claro que su reino no era de este mundo; el de Benedicto XVI, sí. Jon Sobrino no presenta a un Cristo más mundano, sino a un Cristo que desconoce los zapatos de Prada.