o hay día que pase en el que el parte de accidentes y víctimas mortales provocados, eufemísticamente, «por la carretera» entone su peculiar letanía con el ánimo de, además de informar, sacudir las conciencias de conductores y viandantes. Desde primeras horas de la mañana los datos del día anterior son lanzados a las ondas por las cadenas radiofónicas que copan la audiencia de una franja horaria especialmente sensible. Es así como, entre bostezos, legañas, abluciones de urgencia y cafés espesos tomados apresuradamente, el ciudadano se apresta a iniciar su jornada laboral. El ritual establece que, cumplidos esos trámites previos, los complete dirigiéndose a su vehículo para, indefectiblemente, encender de manera instintiva su motor, conectar con mecánico desaliño la radio y echar a rodar camino del trabajo escuchando, con mayor o menor atención, aquello que el locutor de turno tiene a bien regalarle.

El asunto de la educación viaria está ocupando de manera progresiva e imparable el lugar que merece; no en balde se puede decir que la vida nos puede ir en ello. Y así, a las campañas más o menos agresivas, más o menos impactantes y, por qué no decirlo, más o menos efectivas, destinadas a disminuir la siniestralidad y las muertes en las autopistas y carreteras del país se ha incorporado una amplia batería de disposiciones legales de diferente rango con el fin de hacer frente al problema con alguna posibilidad de éxito. La introducción del carnet por puntos, el incremento de los radares, la vigilancia disuasoria en ciertas vías y a determinadas horas, los frecuentas controles de alcoholemia, el endurecimiento de las multas o la consideración penal de ciertos excesos persiguen, si no educar de una manera racional al conductor -a veces es imposible- sí al menos convencerle tocándole el bolsillo que, lamentablemente, es lo que más suele doler antes de que todo esté ya perdido.

Las frecuentes voces críticas contra lo que consideran una legislación represiva, las peregrinas justificaciones de quien es pillado in fraganti, sea clérigo o seglar, circulando a 190 kilómetros por hora, las excusas por exceder en más de cinco veces la tasa de alcohol permitida o, para no extendernos, el desprecio con que el resto de conductores y viandantes son tratados por algunos botarates del volante son reacciones que, pese a su carácter minoritario, no deben caer en el olvido porque ponen de manifiesto un comportamiento atávico preocupante que, indefectiblemente, remite a tiempos pasados, considerados por ellos mejores y más laxos. Porque esa es otra. Hay una tendencia a suponer que en otras épocas los conductores podían campar a sus anchas por doquier. Y en este terreno habría mucho de que hablar.

¿Quién podría pensar que antes de que los vehículos a motor poblasen carreteras y calles existían ordenanzas similares a las de hoy en día Los ejemplos, aunque sorprendan, pueden resultar abundantes; pero vaya como nuestra una Real Pragmática, publicada a finales de junio de 1787, en la que Carlos III castigaba con dureza lo que calificaba de «frecuente abuso de correr por las calles públicas de los pueblos los coches de rúa». Las «perniciosas consecuencias» de estas actitudes resultaba evidentes pues «no sólo se ha atropellado y maltratado a diversas personas, sino que en muchos casos se les ha causado la muerte». El piadoso y cazador Borbón, «deseando evitar semejantes infaustos sucesos», prohibía que los aludidos coches pudieran circular por los núcleos urbanos con las seis mulas habituales, obligando a uncirlas a una distancia prudencial de las puertas de las poblaciones. El castigo resultaba disuasorio: multa de 50 ducados la primera vez, el doble la segunda y, caso de reincidir, pérdida de las mulas; algo así como la inmovilización actual del vehículo. Si se trataba de coches con colleras los caleseros o cocheros contraventores de la norma recibían idénticas penas en los dos primeros caso, pero si reincidían habían de cumplir «seis meses de trabajos en obras públicas». Caso de que algún cochero atropellara y derribara a alguna persona era castigado con la «pena de vergüenza pública», aunque fuera su primera vez, la cual era ejecutada en las inmediatas veinticuatro horas. Si el dueño del coche tenía la mala suerte de viajar en él mientras se daban estas circunstancias la Real Pragmática le reservaba, como castigo especial, la pérdida del coche y de las mulas con el fin de poder resarcir al atropellado. Y eso que él no conducía. Vistas así las cosas no cabe duda de que en todo tiempo cocían habas. Por si alguien añoraba algo.