C uando este artículo se publique ustedes ya se habrán marchado, pero mientras lo escribo pasean sus extrañezas y sus preguntas por mi país, que es el valenciano. Ustedes, a poco espabilados que sean, habrán advertido que este es un lugar un poco raro. Baste con ver cómo les ha recibido el conseller de la cosa del Territorio, que, en un despliegue de buena educación y hospitalidad, les ha acogido con insultos. Si ustedes le conocieran mejor disculparían sus deslices: es que es un señor -lo mismo hubiera podido ser secretario de Goebbels, que ministro con Stalin, que asesor ético de Eduardo Zaplana- que dice ser verde por fuera y rojo por dentro. Lo que está por demostrar, pero yo no me lo creo. Otra cosa es que de asuntos medioambientales ande vergonzosamente verde y que con sus ínfulas nos ponga colorados a los que aún conservamos esa capacidad.

La forma concreta del insulto que les ha dirigido ha sido la de hacerles cómplices de una conspiración -con dietas por medio- contra nosotros, porque nos tienen envidia por lo del turismo y eso. El asunto es viejo. Y más español que el caballero de la mano en el pecho. Y sirve para justificar cualquier cosa. En fin, lo dicho: que en otros sitios seguramente a ustedes les agasajan, les honran y, sobre todo, les reconocen su capacidad y plena legitimidad porque son los representantes de los europeos, lo que, tal y como está el mundo, no es moco de pavo, si me permiten la expresión y alguien se la traduce. Aquí no.

Claro que el Honorable -así se les dice a los consellers, lo que no hay que confundir con apelativos similares que se dan, por ejemplo, a ciertas personas en Sicilia- tiene un coro que amplifica sus proclamas: son algunos empresarios de la construcción y del turismo. Se les distingue por dos rasgos esenciales: 1); Se pasan la vida dando el mismo discurso, en el que el primer párrafo dice que no hablan de política y el segundo es para apoyar al PP, y 2); Su rigor intelectual es alto, por lo que, como escucharán, les atacan porque en otros lugares se hacen las mismas cosas que aquí -como si eso despejara dudas- y porque otros quieren hacer lo mismo que aquí llevamos haciendo décadas. No se preocupen demasiado. Por esta parte del litoral estamos acostumbrados: se quejan si llueve y también si hay sequía.

Lo que nos lleva al agua. Ustedes, según los jefes del Consell y sus apoyos, son unos burócratas malditos, que sólo sirven para manchar nuestra reputación. Sin embargo han de saber que son los mismos -supongo que cobrando dietas- que, llorosos, temblorosos y apenados, van de vez en cuando por sus despachos a ver qué pasa con lo del trasvase. Hay lógica en ello: necesitamos agua para proseguir con el modelo de crecimiento ilimitado que hace que vengan los turistas y residentes que ustedes quieren espantar. Bueno, el caso es que en varias ocasiones han alzado la bandera de las doce estrellas en defensa del trasvase. Y es que Europa, cuando interesa, es mucha Europa. Luego ya no. Y va a ser por ello que, coincidiendo con su llegada, el Consell ha tenido a bien ilustrar la necesidad de agua prohibiendo las obras de la desaladora de Torrevieja, por razones medioambientales. Caray, habrán pensado ustedes, como si el trasvase y la proliferación infinita de casitas fuera lo más sostenible del mundo. Pues así están las cosas: lo ecológico, en boca de estos, es mero adjetivo que añadir a su cotidiano insulto al Gobierno de Madrid. No dan para más. Ni para menos.

¿Es qué son tontos No. Al revés: son los representantes de los más listos de la contornada. Por eso están como están: paranoicos, no vaya a ser que en las Elecciones se les caiga el chiringuito, que, si no lo saben, es artefacto plurifuncional que permite que circulen millones de euros -en billetes de 500, en muchas ocasiones- con rapidez vertiginosa, como resultado de una serie de negocios que incluyen: alquiler de conciencias, compra de gabinetes técnicos, malversación del territorio, vilipendio del crítico, sospecha sobre el ingenuo, culpabilización de las masas y demostración empírica de que los campos de golf son los sucesores naturales de nuestros afamados naranjales. Y la construcción. Y el asfaltado integral. Y, todo ello, cara al sol y playa, prietas las filas de la derecha inmobiliaria y por las sandías hacia Dios.

Seguramente todo esto, o similares argumentos, se lo habrán dicho a ustedes algunos desarrapados ecologistas postsesentayocho y, por lo tanto, merecedores de escarnio y cuchufleta. No es que haya demasiados, pero sí los suficientes -y en ascenso, aunque ignoren todo de barricadas y otros embelesos utópicos- como para que nuestro país sea moderadamente moderno. Porque si los que les insultan, los que quieren extraer sus ojos europeos con uñas afiladas en contar dineros, se quedaran solos con su idea de modernidad y progreso, esto ya dejaría de ser Europa y, en efecto, ustedes nada tendrían que hacer por aquí.

Que los que nos oponemos a esta deriva del urbanismo seamos mayormente rojazos reconvertidos y, a la vez, debamos invocar la defensa de la propiedad privada y del mercado contra la formación de oligopolios -resultado de una cadena de componendas entre amiguitos económico-políticos- no debe a producirles confusión: tómenlo, sólo, por lo que es, una metáfora de nuestra desazón ante la pérdida misma de la geografía y de la historia, derrotadas por la matemática huera del beneficio urgente. Provenimos de una tradición intelectual a la que ponía los pelos de punta el tópico del «Levante feliz», pero, ahora mismo, firmamos donde sea para volver a serlo, antes que seguir alimentando de escorias este «Levante infeliz» y sin futuro probable, que nos obliga a muchos a profesar una tristeza tan rayana en el pesimismo que, si bien no nos ha castigado con la resignación, nos empuja a alguna frustrante desgana. Aunque cada vez somos más, la verdad, aún somos pocos. O sea, que no nos vendría mal una ayudita. Un poco de europea piedad. En fin: sean ustedes bienvenidos.