H abía pensado uno que después de celebrar a toda pastilla las bodas de sus concejales varones con sus novios, al PP se le había pasado el disgusto del matrimonio homosexual. No entraba en mis previsiones una inquietud pendiente de Mariano Rajoy por casar a sus gays con chicas e incluso recomendarles tener hijos para disimular y que no se sospeche. Consideraba cosa del pasado el gay oculto que habla de sus vástagos para dar el retrato ejemplar y conseguir que su poco interés por las mujeres se convierta en leyenda. Creí que sobre Rajoy no caería la carga que cayó sobre Aznar de instar al casamiento a todo aquel o aquella de sus siglas cuya soltería pudiera ser tomada por más inclinación a su propio sexo que al contrario. Pero tan pronto escuché en la radio atentamente a un estrecho colaborador de Rajoy, Jorge Fernández Díaz , que debe conocer de cerca a gente de su partido con ganas de casarse con personas de su mismo sexo, tan decidido a personificar en el Congreso la oposición radical del PP al matrimonio homosexual, dos años después de haber perdido la batalla, llegué a la conclusión de que, a pesar de que el 70 por ciento de los españoles ve con buenos ojos estos matrimonios, si Rajoy y el PP volvían a la carga ahora era por una profunda convicción. Fernández Díaz estaba desafiante con su entrevistador y para que el oyente viera que lo suyo no era extraño le sugería al periodista que le preguntara a Sarkozy , como si precisamente Sarkozy diera la medida de la Francia moderna. O que le preguntara a Prodi , como si Prodi no fuera víctima del chantaje, ahora un rehén, de la presión y la intolerancia de la Iglesia de la que se hace acompañar el PP en estas procesiones. O que le preguntara a Angela Merkel , tratando de insinuar falsamente que Merkel piense lo mismo. Fueron al fin al Congreso, acompañados del Foro Español de la Familia, y salieron de allí acusados por la mayoría de intentar recortar los derechos y libertades de unos ciudadanos y de empeñarse en ir en contra de la felicidad de la gente. Pero salieron felices. Habían complacido a sus filas ultraconservadoras, satisfechas de la doble moral del PP. Los sábados gozan de la compañía de los boinas rojas y les acompañan las viejas insignias y un martes cualquiera cuentan con los estandartes de la cofradía piadosa del Foro que los lleva por el camino de la España vieja. La naftalina no es incompatible con la modernidad, incluso la necesita, siempre que la dosis no sea excesiva. Si es excesiva puede resultar molesta para todos, pero letal para quien la consuma. Y de seguir así no veo a los niños de Rajoy jugando en los jardines de La Moncloa.