Q ue la sensibilidad se atrofia como cualquier órgano o cualquier extremidad, es un hecho probado. Deje de emplear la mano izquierda unos cuantos meses o tape su ojo derecho de aquí al verano y verá cómo merman y adelgazan sus facultades. Sólo el uso justifica aquello que nos constituye. La atrofia es hija del abandono, lo mismo que la insensibilidad es prima hermana de la indiferencia.

Bien está que uno procure a toda costa ser feliz, gozar de la alegría, ponerse el mundo por montera, pero eso no presupone mirar hacia otro lado cuando llega la melancolía o sacar la coraza cada vez que un problema, una desgracia o una escena escalofriante se coloca ante nosotros. No tengo la menor idea de cómo anda su sensibilidad o hasta qué punto la indiferencia lo tiene tan narcotizado que no hay asunto que le asombre o le sorprenda ya. Pero si el tema le interesa, no tiene más que mirar con atención la imagen que acompaña este artículo.

Fíjese bien. Es un día cualquiera, un jueves, por ejemplo, 22 de febrero de 2007. La cámara de seguridad de un tranvía de Leipzig (Alemania); que circula a 80 kilómetros en dirección al extrarradio, cerca de Lindenthal, capta a dos viajeros de la línea 11. Son las 16,52 horas. Se trata de un adulto y de un niño. El hombre se llama Uwe Kolbig , está casado y tiene una hija a la que, sin duda, adora. De su pasado, mejor no hablar; huyó de su infancia como de una pesadilla delirante y oscura y, muchos años después, por un momento de flaqueza, de inexplicable debilidad, pagó con dos años de cárcel un delito de acoso sexual a un menor. Por lo demás, hay pocas cosas que objetarle; a sus 43 años, una vida en apariencia normal y un carácter frío, calculador, astuto, circula por su barrio, de camino a casa, como un día cualquiera.

El niño que mira sonriente por la ventanilla del tranvía se llama Mitja Hofman , tiene 9 años y ha pasado la tarde en un centro infantil. Es la primera vez que coge el transporte público. Sólo le separan dos paradas de su casa, pero esa nueva experiencia le hace feliz, se siente importante porque sus padres, por fin, le han dejado viajar solo.

Mitja confía en la vida, en la gente que se mueve a su alrededor, en la que sube o en la que baja en cada aparada como hormigas inquietas, indiferentes, silenciosas. Kolbig, no. Kolbig hace mucho tiempo que dejó de confiar en los hombres, de confiar siquiera en sí mismo. No fue un niño feliz. Por mucho que intentara olvidar una y otra vez, a lo largo del tiempo, de los años, aquellas humillaciones, los abusos inconfesables que cometieron con él, el dolor sigue ahí, agazapado a sus propias entrañas, disuelto en la sangre como un veneno lento y ponzoñoso que de cuando en cuando le hierve en el pecho, le provoca un sudor frío, se adueña de su ser y de sus manos.

El pequeño Mitja no sabe aún que su primer viaje en el tranvía 11 será también el último de su corta existencia. Tampoco sabe que el hombre que está sentado junto a él va a acabar con su vida en pocas horas. Mitja mira el paisaje mientras la cámara del circuito cerrado capta su expresión confiada. Apenas unos minutos después, se volverá hacia ese desconocido que le dice algo con palabras amables, que se dirige a él con una complicidad seductora, que le convence de tal modo que él le sigue cuando Kolbig le anima a bajar, a acompañarle hasta una panadería próxima donde hacen unos deliciosos pasteles de grosella, los que más le gustan a él.

El cadáver del pequeño apareció dos días más tarde, con signos de estrangulamiento, en un jardín cercano a la casa de Uwe Kolbig. Según las primeras pruebas periciales, el niño sufrió continuas y brutales violaciones entre el jueves y el viernes, muriendo finalmente por asfixia durante las primeras horas del sábado 24 de febrero.

A día de hoy, 4 de marzo, nada se sabe del pedófilo asesino. Doscientos agentes siguen peinando los bosques del norte de Leipzig, donde varios testigos aseguran que se oculta Kolbig. No sabemos en qué madriguera andará oculto él y sus desajustes psicopatológicos, su compulsión sexual y homicida, su tortuoso sadismo, su incontrolable perversidad y su criminalidad satisfecha, pero la mirada que nos muestra en la imagen, fría y risueña, desafiante junto a su víctima, es toda una declaración de que la suerte está echada, de que su impulso secreto le ha ganado la partida a su débil voluntad, de que su cobardía y su venganza están ahí, a punto de servirse de toda la inocencia para saciar al monstruo que hicieron de él hace ya muchos años.

No sé si uno de estos días encontrarán a la bestia de Kolbig, pero mi intención, de momento, era poner a prueba su sensibilidad de lector. Me conformo con que el resto de mortales sigamos compartiendo la misma náusea y el mismo estremecimiento ante imágenes de esta naturaleza. Si a usted no le ha resultado indiferente, si le ha provocado un mínimo escalofrío, duerma tranquilo. Su sistema sensible se halla en perfectas condiciones y merece continuar siendo socio de este mundo.