V iolencia, accidentes, terrorismo, incertidumbre económica, enfermedad grave, discriminación y más violencia. Después de lo hablado, me quedé pensando toda la semana en los terribles flagelos que pululan nuestras peores pesadillas. Horribles sueños que despiertos o dormidos no nos dejan estar en paz. Y todos sabemos que si no estamos en paz nunca podremos ser libres, no podremos ser auténticos, no podremos ser felices.

La pregunta obvia persigue a los individuos desde el comienzo de la civilización, incluyendo a filósofos, psicólogos y sociólogos: cuándo todo a nuestro alrededor está medianamente acomodado, ¿qué nos impide ser felices ¿Qué conspira para no permitir que disfrutemos en paz de los buenos momentos que la vida de vez en cuando pone en nuestro camino ¿Es el mero hecho de saber que el sufrimiento existe La respuesta es obvia: No.

El enemigo no es la simple conciencia de tanta cosa dañina o dolorosa; el enemigo es el miedo. Y más que el miedo, sus compañías inevitables: todos los hábitos evitativos y paralizantes que hemos adquirido como consecuencia del anclaje en algún temor, propio o ajeno, justificado o no.

El miedo es, por eso, causa y consecuencia de nuestras conductas neuróticas, y, hasta cierto punto, también su definición. El miedo y sus satélites condicionan, limitan, restringen, achican y distorsionan gravemente nuestras vidas.

En verdad, la principal razón por la cual a veces no nos animamos a ser, a decir, a disfrutar, a hacer, a aceptar o a rechazar es el miedo. Y usamos muchas palabras para disfrazar nuestros temores, en un intento de no terminar enojándonos con nosotros mismos. Llamamos a nuestros miedos: Timidez. Respeto. Precaución. Aprensión. Resistencia. Rechazo. Inquietud. Ansiedad. Susto (al mismo tiempo que tratamos de desterrar las otras, de las que nos dan miedo en si mismas: fobia, pánico, espanto, terror);

Sin embargo, cada una de esas palabras designa un estilo de respuesta diferente, muchas veces hasta saludable y necesaria. El susto, por ejemplo, a diferencia del miedo, se refiere siempre a una respuesta frente a una situación presente, un hecho concreto que está sucediendo en el momento de la emoción. Es decir, digo con criterio que estoy asustado cuando se presenta una situación genuinamente amenazadora que desemboca en esa sensación movilizadora, que se conoce con el nombre de reacción de alarma, y que por otra parte es por supuesto un reflejo corporal y psíquico normal frente a cualquier situación de peligro.

Si entrara rugiendo un león en la habitación donde nos encontramos, lo más probable sería que nos asustáramos; porque la figura del león está asociada en nosotros a una situación de peligro. Y esto es susto, no miedo. Puedo contarle que me asusté a otra persona y esta lo puede entender, aunque no se asusta cuando se lo cuento. Lo entiende porque la relación entre estímulo y respuesta temerosa es lógica.

El miedo en cambio, dice Krishnamurti, es un invento del pensamiento, el recuerdo de un peligro o frustración del pasado y proyectado en el futuro. Una especie de susto frente a un pensamiento. Así, desde el punto de vista específico de su significado puro, en el miedo, el estímulo de la respuesta temerosa no está afuera sino adentro. Es la percepción de mi construcción mental lo que me asusta, mis propias fantasías catastróficas y no los hechos.

Por supuesto que se podrían escribir tratados de varios volúmens sobre este último párrafo y que cualquier intento de simplificar se vuelve una generalización, pero permítame aunque sea una primera aproximación a la idea de saber diferenciar aquellos pocos miedos protectores, relacionados con peligros objetivos de aquellos otros miedos, comunmente paralizantes ligados más bien a prejuicios y condicionamientos.

Unos y otros se aprenden, pero solo se vuelven un verdadero problema, cuando condicionan nuestra conducta.

¿Podemos reirnos un poco de nuestros miedos

Ahí vaÉ

Cuentan que un día, la madre despertó a su hijo alrededor de las siete de la mañana y mantuvo con él este diálogo:

-No quiero ir a la escuela, mamá, no quiero...

-Pero tienes que ir igual, hijo, es día de clase.

-No quiero, mami, no quiero, déjame faltar, por favor...

-Pero, ¿qué es lo que pasa, hijo, que nunca quieres ir al colegio

-Es que me da miedo el colegio, mamiÉ los chicos me tiran tizas y me roban las cosas de mi escritorio, mami... los maestros me maltratan... y se burlan de mí... déjame faltar, mami...

-Mira, lamentablemente tendrás que ir a pesar de todo. Te daré cuatro razones: La primera, justamente para enfrentar ese miedo que te acosa; la segunda, porque es tu responsabilidad; la tercera, porque ya tienes cuarenta y dos años, y la cuarta, hijo... porque eres el director.