E l estupor no está reñido con la rutina. Hay gente que nace estupefacta y muere estupefacta. Hay individuos que no se adaptan nunca a la realidad. Hay personas que vienen al mundo sin euroconector de serie, sin vínculo para el USB, sin red. O sea, que no todo está conectado, como dicen los místicos. Las oficinas están llenas de sujetos desconectados. Los ves ahí, cumpliendo dócilmente un horario, haciendo un alto para desayunar a media mañana, saliendo a fumarse un cigarrillo a pie de calle, y parece que son como todos nosotros, que forman parte de la malla mística, de la red contemplativa, de la conspiración biológica en marcha. Pero no. Pese a las apariencias, están solos, más solos que la una. Están solos incluso cuando celebran el cumpleaños del niño, las bodas de plata de los padres, la primera comunión de la sobrina. Están solos cuando van y vuelven del trabajo en el autobús atestado, cuando entran en casa, cuando ven la tele junto al suegro y la suegra, cuando van al supermercado, al cine, al fútbol, al parque, al polideportivo. A esta gente desconectada le extraña que cada dos por tres un hombre asesine a una mujer. Le asombra que un vecino empape con disolvente a su compañera y le prenda fuego. No le cabe en la cabeza la expresión de rutina con la que se reciben estas noticias. Le da miedo que el horror se instale en la vida cotidiana sin que nadie sea consciente de esa ocupación (¿o deberíamos decir okupación );. Escucha los detalles por la radio, mientras prepara una tortilla, y no es capaz de entender que el reloj continúe marcando las horas. Pero disimula su espanto para que nadie note que está desconectado. Quizá esa noche se toma una pastilla para conciliar el sueño. Al día siguiente lee una entrevista con Sarkozy , en la que el candidato de la derecha francesa asegura que enfrentarse a una mujer ( Ségolène Royal ); supone una dificultad añadida, pero que proporciona un poco de picante a la campaña. Mira a su alrededor y comprueba que ninguna de las personas supuestamente conectadas hace ascos a esta declaración indecente. El hombre cierra el periódico, sale del metro y, como todos los días de su vida, entra estupefacto en la oficina.