C ausa un profundo aburrimiento reiterar algunos argumentos acerca de la incapacidad de la derecha española para generar y reconocerse en una cultura democrática respetuosa con los valores arraigados en Europa, siquiera fuera con los del liberalismo democrático. La razón de este hecho, creo, radica en que, al menos desde la Restauración, aquellos grupos que representaban la derecha del sistema, no necesitaron especialmente, para sus objetivos de hegemonía, armarse de conceptos y de prácticas ligadas a la modernidad. Al revés: la derecha española se caracterizó estrictamente por ejercer un discurso que ligaba su existencia al más estricto culto a los hitos más reaccionarios. Hubo alguna excepción, pero muy pocas.

En la República sí hubo intentos de estructurar un liberalismo ilustrado, pero la derecha mayoritaria presionó de tal manera -¿vamos encontrando paralelismos con la etapa actual - que pronto se sintió más identificada con la esperanza en la dictadura. Y es que en ese momento de crisis es cuando fraguaba y se recuperaba la alianza histórica: a los que se sabían ejercitantes de algunos privilegios -económicos, políticos o simbólicos- delegaban el ejercicio de las esencias en la Iglesia y del músculo en el ejército. Y así nos fue. Hubo excepciones: pero fueron arrasadas por la lógica coherente de la derecha realmente triunfal.

Y se plantee como se plantee, el franquismo fue un régimen de derechas, una hipóstasis de esas tendencias clavadas en las tumbas del progreso. Y los oponentes de derechas, otra vez, fueron desarraigados por sus colegas más consecuentes. Y así hasta la Transición, en que hubo que inventar algo. Y se inventó gatopardescamente. Alabado sea el Señor -entre otras cosas porque la Iglesia postconciliar era menos de derechas que la derecha española-. Y la derecha no pudo resolver ya su contradicción entre privilegios, armas y almas. Pero esa ausencia de memoria, de acervo ideológico axiológico en el que identificarse, ha seguido pesando, con insoportable levedad, en el ser y en el estar de la derecha, siempre oportunista, embarcada en viajes pendulares desde el centro a la extremosidad y viceversa. Y consciente, pese a todo, de que con la Iglesia las cosas se han recuperado, pero, ay, que les puede fallar si el Gobierno de turno unta las arcas de los guardianes de las preces o si los obispos vascos se calan la boina sobre el solideo. Y el Ejército, con independencia de algún sobresalto y de alguna indignidad con los guardias civiles, no tiene espadones ni armas de destrucción masiva que poner a los pies de los conspiradores, que ahora se consuelan con panfletos para confirmación de trémulos creyentes.

Por todo ello, en alguna recóndita esquina de los sótanos del PP -y en sus cómplices necesarios- se esconde la esperanza en la posibilidad de un golpe de Estado. Me explico: dadas las circunstancias y nuestra Historia, la derecha realmente mandante es «suficientemente» democrática, en el sentido, como digo, de que ya no conspira con patronos de la Brunete y que sus dirigentes que se pasearon la noche del 23-F por los cuarteles lo ocultan, intuyendo que su cobardía estaría mal vista. Pero su concepción del Estado está tan cautiva de su ausencia de principios cívicos fuertes, que considera perfectamente compatible su afirmación democrática con los intentos reiterados por golpear a las instituciones en que el Estado se hace real y operativo -en última instancia eso, las instituciones legítimamente democráticas, es el Estado-.

No hay, pues, misericordia para un Poder Judicial auténticamente independiente, ni para un Gobierno en el ejercicio de sus funciones, ni siquiera para reconocerle su legitimidad electoral. Y ahora toca al Tribunal Constitucional. La diferencia entre hacer oposición y ese intento prolongado de «golpe democrático» se verifica en varias expresiones objetivas:

1. La pretendida y falsa extensión de la legitimidad de la oposición a instituciones en las que el juego parlamentario no opera, y tanto más cuando, precisamente, el que está en la oposición lo está porque ha sido electoralmente derrotado, por lo que tratar de beneficiarse de pasadas victorias para poner a esas instituciones contra otros poderes del Estado es esencialmente antidemocrático.

2. La ausencia de un criterio de prudencia, tan básico en la Transición: las piezas del Estado -piénsese en el reparto territorial- están siempre al borde de la quiebra porque nunca se piensa en términos de convivencia estratégica, sino de electoralismo a corto plazo, dado que es una anormalidad que la derecha no gobierne todos los resortes del país.

3. La traslación a todos los temas y discursos el esquema aplicado al terrorismo: con todo adversario -contra todo el arco parlamentario- no cabe una negociación que busque paz, sólo cabe la derrota -mejor si es humillante-.

El PP está recuperando una idea prepolítica de Nación española: se siente en ella mucho más cómodo que en el Estado institucionalizado y racionalizado. Hay una persistente aunque difusa apelación a la voluntad frente a argumentos de razonabilidad, que liga con pretéritos amparos. No es extraño que se usen, como argumento principal, los símbolos de todos: el PP, en su deriva actual, no es nada -furia y grito- si no es capaz de adueñarse de un imaginario colectivo en el que representa a «todos» -menos a los vendepatrias de guardia-. Igual que cuando defiende la Constitución ya no defiende un texto normativo preciso con una lógica subyacente -la de la democracia avanzada, la del compromiso por la igualdad, la del sometimiento estricto a las leyes- sino una fantasmagórica emanación patriótica que sólo la derecha sabe interpretar. Y es que nuestra derecha no sabe ser mayoría ni minoría: sólo sabe de unanimidades. Y lo demás es traición. Pero nosotros somos más. No lo olvidemos.

Manuel Alcaraz Ramos es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Alicante.