«Los hombres normales no saben que todo es posible»

David Rousset

L a cita de Rousset la utiliza Hannah Arendt en el encabezamiento de la tercera parte de su espléndido, y todavía actual a pesar del tiempo, ensayo sobre los orígenes del totalitarismo. A los hombres normales nos sorprenden, en efecto, acontecimientos y situaciones a los que nunca hubiésemos otorgado posibilidad de existencia y que, sin embargo, pueden llegar a suceder. Claro está que Arendt se refiere especialmente a ese período convulso de la historia de Europa que comienza en 1917 y en el que se desarrollan las experiencias totalitarias del comunismo y del nazismo. Que todo era posible iba a ser trágicamente comprobado desde comienzos de los años treinta por los millones de kulaks rusos y de judíos centroeuropeos deportados y exterminados en masa por los regímenes estalinista y hitleriano. No apostaré, por tanto, a que otros acontecimientos infinitamente menos trágicos que aquellos, pero inquietantes y desgarradores para nuestra convivencia, no puedan llegar a suceder.

Detecto hoy, al respecto, un clima de crispación, de división y hasta de larvado enfrentamiento civil en el seno de la sociedad española, inspirador de malos presagios, del que sólo pueden alegrarse los totalitarios de nuestro tiempo, es decir, los terroristas, sus cómplices y sus secuaces. Todos ellos están logrando ya abrir una crisis de convivencia y una fractura social que, aunque incipientes, constituyen una auténtica amenaza para uno de los logros más impresionantes de nuestra historia política contemporánea: el régimen de monarquía parlamentaria surgido de la transición democrática y sustentado en la Constitución de 1978.

Estoy convencido de que el único remedio posible para evitar esa amenaza es un acuerdo institucional entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, pero ciertamente eso no deja de constituir una auténtica obviedad en la que coinciden, según todas las consultas de opinión, una abrumadora mayoría de españoles. Es precisamente la divergencia de las dos fuerzas políticas mayoritarias la que ha facilitado a ETA hacerse con la iniciativa política, que ha sido arrebatada por completo, desgraciadamente, al Gobierno de la nación, y que la oposición, es decir, el Partido Popular, no puede ni podrá conquistar tampoco en solitario. Eso que ahora la vicepresidenta de la Vega, en desafortunada expresión, ha llamado «papelito», es decir, el pacto por la libertad y contra el terrorismo, ha sido, mientras tuvo vigencia efectiva, la garantía para una derrota de la banda terrorista, que ahora ha recobrado alas y protagonismo.

Con un movimiento totalitario, y ETA lo es, no puede jugarse. Sólo el convencimiento de que, sea cual fuere el signo político del gobierno de turno, no habrá ningún resquicio aprovechable por la banda es lo que puede resquebrajar -y lo estaba haciendo ya, antes del giro de la política antiterrorista impulsado por Zapatero- la voluntad asesina de la banda armada. El camino puede ser largo y dramático pero hay ocasiones en los que un pueblo no tiene más remedio que apretar los dientes y afrontar el chantaje totalitario. Los dirigentes políticos deben estar a la altura de las circunstancias. Me temo, desgraciadamente, que no todos lo están o, al menos, no lo están en idéntico grado.

Rodríguez Zapatero, como presidente del Gobierno de todos los españoles, nunca debió lanzarse a un proceso de negociación con ETA sin antes lograr un acuerdo con un partido que representa a más del 40 por 100 de la opinión pública española y con el que tenía suscrito un pacto para la lucha antiterrorista. Las críticas que puedan lanzarse al respecto al Partido Popular, al margen de su mayor o menor consistencia, no me resultan relevantes para justificar esa imprudencia y lo mismo diría si las circunstancias hubiesen sido las inversas. Pero, además, ese error de partida se ha visto acrecentado por una institucionalización del proceso, tan dañina como innecesaria, que ha supuesto incluso el reconocimiento internacional del mal llamado «conflicto» en el Parlamento Europeo.

Ahora, por si fuera poco, tras la tragedia del 30 de diciembre, que debería cuando menos llevar a una reflexión no sobre el error de apreciación que cometió el presidente el día 29 -carnaza fácil en la que afortunadamente no se ha cebado Rajoy- sino sobre la estrategia antiterrorista seguida hasta el momento, Zapatero nos sorprende y nos decepciona de nuevo. Porque Rajoy podrá equivocarse en las formas pero tanto él como su partido no hacen sino mantener coherentemente las posiciones que, antaño, compartieron con Zapatero y el PSOE, y que los últimos acontecimientos, por lo demás, parecen confirmar como las únicas válidas frente a ETA. A pesar de ello, este último intenta otra vez arrinconar y aislar al PP con una artera y pueril maniobra de supuesta unidad democrática en la que habrían de participar fuerzas dudosamente leales a la Constitución, como el PNV o ERC, proclives al mantenimiento de la negociación con los terroristas, marginándose, por el contrario, a la representación política de casi una mitad de los españoles.

Lo más inquietante, por lo demás, es que ese descabellado propósito se anuncie con una vulneración de las prácticas parlamentarias (¡no de la ley! -dicen los corifeos de turno, como si eso significase una virtud-); que pretende hurtar el debate sobre las propuestas de política antiterrorista presentadas por la oposición. Peligroso plano inclinado por el que empieza a deslizarse quien en su momento nos habló, con ampuloso acento, de democracia deliberativa, republicanismo cívico y de hacer del Parlamento el centro de la vida política. Mientras tanto, los totalitarios se frotan las manos y no es para menos. Esperemos, sin embargo, que todavía estemos a tiempo de evitar, entre todos, que el exclusivismo de partido dañe irremediablemente, como en otras tantas ocasiones, las bases de nuestra convivencia. La pelota está en el tejado del PSOE: confiemos en que, aunque todo pueda llegar a ser posible, Zapatero no sea en el futuro más que un episodio intrascendente en la ya larga historia de nuestra democracia.