Y de ahí no hay quien los mueva. Amparados por el líder se sienten a gusto. No se trata de unos pocos, son multitud. Hace unos días el segundo de a bordo de la Comunidad madrileña se desbocó, perdió el freno, el respeto y la educación que se le suponía. El tal señor, llamado González -a años luz, en cuanto a modales se refiere, de aquel otro González que fue presidente del Gobierno de la nación- en el curso de un debate se le abrió la espita de los insultos y en ese ilógico afán de superación, teniendo como ejemplo a su presidente nacional y quien sabe si a alguien más poderoso, se lanzó con fiereza sobre la presa, el adversario socialista, calificándole -a él y a todos sus correligionarios- de miserable, manipulador, instalado en la cobardía, la felonía y el engaño. Vaya riqueza de vocabulario. Con ese bagaje se puede optar, sin lograrla, claro está, a una cátedra de ética. Todo este rápido fluir de la sangre por las arterias fue por causa de haber sido pillado en un renuncio al condenar las palabras del presidente español que calificó de «accidente» -con inmediata rectificación- el bárbaro atentado etarra, olvidando que él hizo uso de la misma palabra cuando se refirió, días antes, al luctuoso suceso. La memoria juega estas malas pasadas y la rabia impulsa los palabros.

No resulta extraña esta conducta cuando el jefe de filas ofrece, constantemente, el pernicioso ejemplo del agravio en cuyo caldo de cultivo parece estar a sus anchas. En el curso del reciente debate, en torno al terrorismo, se permitió la incalificable ofensa de considerar al presidente responsable directo del atentado en el aeropuerto madrileño, afirmando con la mirada lejana, porque nunca mira de frente, «que si usted no cumple le pondrán bombas y si no hay bombas es porque ha cedido». Este tipo de insolencia rebasa los límites de las reglas parlamentarias, denota crueldad y, por supuesto, exasperación. Este hombre, el presidente del Partido Popular, desde los resultados electorales que le dejaron anonadado, con la miel en los labios, la hiel descompuesta y desparramada, ha ido dando tumbos en todas y cada una de sus intervenciones. En todo momento, y en todas las ocasiones, las cañas se le han vuelto lanzas y ello debe crear un estado de nervios realmente peligroso para su propia salud. De fracaso en fracaso no se puede hacer camino, ni aspirar a ese puesto de mando que, desde que heredó la posibilidad de alcanzarlo, consideró suyo. Él mismo lo dijo «era el mejor y no podía perder». Y perdió. Primero las elecciones y seguidamente los estribos. Desde entonces le ha resultado imposible recuperar la serenidad, otrora, se dijo, ejemplar.

S e dice que este cambio del líder popular, de moderado a radical, se debe al uso constante del móvil, incluso en el curso de sus intervenciones parlamentarias. No falta quien se refiere, con humor, a la existencia de un pinganillo, ese artilugio que han puesto de moda los jugadores de fútbol, mediante el cual reciben órdenes de sus entrenadores. El tema lo ha tratado, a su modo, el humorista Forges que, en una de sus habituales viñetas, en la prensa de ámbito nacional, dibuja al anterior presidente del Gobierno español, sentado tañendo una guitarra -posiblemente también sea un virtuoso con el violón, ese instrumento que el bueno del señor Rajoy otorga a su indestructible pesadilla- y animando a su sucesor, en el cargo presidencial del partido, con la frase popular -del pueblo, claro- a «mantenella y no enmendalla», que, como el lector no desconoce, es la postura adoptada por quien mantiene su error, se niega a reconocerlo y, por supuesto, a enmendarlo. Y por si faltaba alguna prueba que confirmara su estado actual de desconcierto y rencor, pone en duda la capacidad intelectual del presidente Zapatero -en el punto de mira de esas escopetas nacionales- al afirmar que, para alcanzar tan alta magistratura no es suficiente ser español y tener dieciocho años. Algo habrá que hacer al respecto. Le podemos orientar. Por ejemplo se podían convocar oposiciones, -en otros tiempos siempre las ganaba el señor Fraga- quizás poner en vigor el sistema timócrata, o demostrar que se está afiliado a una agrupación política y de derechas. Todo menos erradicar la malsana costumbre del insulto.