P arece ser que la mayoría de los adulterios se comete con personas que, esencialmente, se parecen a la propia pareja. Si esto fuera cierto significaría que, en realidad, buscamos a la esposa, o al marido -a los seres que ya tenemos, liberados de cuantos rasgos los afean-, en ese otro hombre o mujer a los que, por no tratarlos a cada instante, consideramos poco menos que perfectos. Pero la perfección no existe en los seres humanos -por eso inventamos dioses-; de modo que, puestos a encontrarla, deberíamos empezar por eliminar las propias imperfecciones, con lo cual, apreciada tal dificultad, aprenderíamos tolerancia para con los errores ajenos.

La vida sentimental de una pareja puede resumirse en dos palabras: fascinación y desfascinación. La fascinación suele ser breve y es una mágica ceguera que sólo permite ver nuestros sueños cumplidos en la persona recién descubierta. Por el contrario, la desfascinación puede durar años y es un paulatino desencanto que nos empuja, en un exceso de visión crítica, a ver casi exclusivamente lo que no veíamos porque estábamos ciegos «de amor»: que quien comparte nuestra vida es tan frágil como nosotros y sufre nuestra misma decepción. Así va gestándose la crisis que acabará en muerte sentimental si no se consigue entender que, igual que el niño se convierte en otro ser con el paso del tiempo, también ese otro ser llamado amor es un niño que debe ilusionarse con la realidad a la par que se desengaña de los sueños. Porque el enamoramiento es solamente la infancia del amor y, tristemente, cuando este se hace adulto, desenmascara a las princesas y a los príncipes -como ocurrió con Papá Noel y los Reyes Magos-, dejándolos vestidos sólo con su carne o su esqueleto, su voluntad o su indolencia, frente a una realidad que poco tiene de Tierra de Jauja y mucho de País de Nunca Jamás. Y es que el amor no es sino la invención consistente en creer que podemos recuperar el paraíso perdido -la idealización de la propia identidad y la íntima utopía- a través de, y junto a, otra persona; es decir: que todo amante persigue el coito emocional consigo mismo: con sus sueños hechos carne; de donde resulta que el adúltero se engaña a sí mismo, a lo largo de su vida, tantas veces como, en su desvarío, cree encontrarse en aquellos a los que utiliza.

A hora bien: el tiempo todo lo destruye; pero también todo lo reconstruye. Y si a una civilización sucede otra más adulta, igualmente un sentimiento madura y permanece transformado en otro, acorde con las evoluciones y etapas de nuestra complexión sicofísica. Por lo tanto, gocemos esa embriaguez de los sentidos llamada enamoramiento que la sicofisiología nos concede sin mérito de quien ama ni de quien es amado. Aunque lo que en verdad debiera fascinarnos es el esfuerzo que un frágil ser humano, consciente de su imperfección y de la nuestra, realiza para ofrendarnos diariamente lo que arranca de sí mismo a fin de rodear de alegría nuestro vivir: cómo convierte en oro las piedras de la prosaica existencia; cómo, caídos los estandartes de los cuentos de hadas, un hombre, una mujer, construyen un palacio hecho de pequeñas cosas cotidianas para que la realidad que los apresa sea lo más parecido al mito inalcanzable de la felicidad. Porque cada uno ama no sólo al otro, sino la solidaria relación surgida entre ambos. Y a quienes edifican ese amor y se convierten en sabios cómplices de su mutuo bienestar solamente la muerte los separa o los destruye, no la vida.

Vengan aquí estos versos que dicen mejor que yo cuanto he tratado de decir y sin los cuales nada hubiera dicho: «Hermoso es embriagarse los sentidos / y soñar, y ser dios del corazón / de quien, ciego, nos ama; pero más / nos dignifica aquel que nos abraza / sabiéndonos criaturas imperfectas, / aunque con voluntad de perfección».

D ifícil es conseguir ese equilibrio en el que «nada es tuyo o mío, todo es mío y tuyo; y las cosas adversas nos unen en vez de separarnos». Lo cierto es que hay quienes se aman y no pueden convivir, y hay quienes conviven dichosamente a pesar de no amarse -o por lo mismo-. Como es igualmente cierto que el amor propio ha matado más amores que el odio. (Véase como prueba de esto último, válido para cualquier contexto -y discúlpeseme esta digresión final-, a Rajoy el terrorista poniendo bombas en el Congreso porque su amor propio le impide ver que su amor al poder pasa por dignificar la solidaridad, sobre todo cuando los intereses generales apuntan más alto que los particulares);.

Antonio Gracia es escritor.