En silencio, sin aplausos; así ha acabado el que probablemente haya sido pleno más importante de la historia del Senado, con una votación celebrada tras una intensa mañana de debate político contaminada por el pesimismo, los malos augurios, y una sensación de tristeza cada vez mayor en el ambiente.

Con la excepción de los senadores independentistas que desde Madrid vivieron con ilusión una jornada histórica para Cataluña, los rostros de la mayoría de los parlamentarios, PP y PSOE principalmente, asesores, ministros, y del propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, denotaban ayer una enorme preocupación.

El Senado vivió su pleno dedicado a autorizar las medidas del 155 mirando de reojo lo que ocurría en el Parlament, constatando a medida que pasaban las horas que la declaración de independencia era inevitable y que los acontecimientos entraban inexorablemente en un territorio inexplorado, tanto para Cataluña como para toda España.

A las diez de la mañana se abrió la sesión y poco después de las tres y media comenzaban a votarse las enmiendas al texto; para entonces ya eran un poema las caras de los ministros del Gobierno que, al completo, han arropado a Rajoy en su defensa del 155.

El presidente sólo intervino una vez ante el hemiciclo, al comienzo del pleno, durante unos 45 minutos, recibido con aplausos de todo el grupo popular y el Gobierno en pie y despedido de la misma forma, incluso con gritos de «Bravo, bravo», cual merecida faena taurina.

«Yo hubiera venido aquí a defender mis principios», fue uno de sus comentarios más celebrados, al aludir a la renuncia de Carles Puigdemont a exponer al Senado sus alegaciones al 155, pero lo que más gustó a la bancada popular, engrosada para la ocasión con dirigentes y diputados del PP, fue la mención a la primera medida para la que el Gobierno ha conseguido permiso del Senado.

Y no es otra que la destitución de Puigdemont y todo su Gobierno, algo a lo que el presidente aludió con tono neutro y que los del PP celebraron con alto entusiasmo, algo que no ha gustado nada al resto de la Cámara, sobre todo a los nacionalistas, a tenor de muchos comentarios deslizados después por los pasillos de la Cámara.

Superado el trámite de desgranar la reacción del Gobierno para acabar con esos «viajes imposibles a un Ítaca que no existe», en palabras del propio presidente, Rajoy aguantó una hora más en el escaño y a mediodía se marchó a un despacho del Senado a seguir los acontecimientos y, probablemente, preparar el Consejo de Ministros de esta tarde; sólo regresó para la votación.

Mientras en Barcelona los diputados del Parlament votaban la declaración de independencia, en el hemiciclo del Senado los senadores no despegaban la vista de sus teléfonos móviles. La Historia con mayúsculas les temblaba en las manos. Intervenía el portavoz del PP, José Manuel Barreiro, y Mariano Rajoy almorzaba con la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría cuando en el Parlament cantaban «Els Segadors».

La larga sesión permitió, eso sí, introducir alguna modificación al texto aprobado en comisión, y gracias al PSOE el PP renunció a la medida que preveía el control gubernamental de TV3, una negociación que ocupó buena parte del trabajo de pasillo de los periodistas, que ya daban por descontado la temida declaración de independencia.

Acreditados por centenares, la Cámara habilitó un «corralito» en el pasillo principal flanqueado por policías con la misión de evitar que bloquearan el paso de autoridades y parlamentarios, lo que derivó en empujones, encontronazos y protestas de la prensa.

Entre tanto, en el hemiciclo se sucedían turnos, intervenciones, votos particulares, las deliberadas ausencias de los socialistas José Montilla y Francesc Antich y momentos agrios, que los hubo, en los debates con los republicanos de ERC o los nacionalistas del PDeCAT, aunque también hubo tiempo para un peculiar intercambio de regalos.

Mirella Cortés, de ERC, entregó a Rajoy el libro «Catalunya para españoles», de Salvador Giner, y el presidente le ha correspondido con un ejemplar de la Constitución; aplausos del PP.

Ramón Espinar, de Unidos Podemos, levantó ampollas con un duro discurso en el que ha recordado que a Lluís Companys, el presidente catalán fusilado, le detuvo el mismo agente que capturó a militantes socialistas igualmente fusilados.

Como su intervención acabó con un abrazo con la portavoz de Podemos en el Congreso, Irene Montero, el socialista Ander Gil le recordó que no era momento para agasajos y alegrías de ese tipo. Y José Manuel Barreiro le espetó que tiene más genética antifranquista Pablo Casado que él.

Pero fue la senadora de Nueva Canarias, María José López Santana, la más emotiva, al alertar, abatida y con la voz rota: «No es día para aplausos y discursos triunfalistas. No hay vencedores ni vencidos. Hemos fracasados todos, todos».