La presencia del referéndumNo ya aquí, en Barcelona, corazón de toda la movilización que se vivirá mañana (se vote o no se vote), sino incluso en el autobús que lleva al Aeropuerto de Asturias. Hay una veintena de viajeros a bordo, y la única conversación que puede oírse durante el trayecto es la de tres catalanes que todavía le están dando vueltas al argumento crucial de la cita, al menos para los no catalanes: su ilegalidad. Dos conversan en catalán y un tercero lo hace en castellano, aunque interviene menos. Cuando este último se anima a dar su parecer, los otros dos no cambian de idioma. El diálogo es a tres voces y en dos lenguas, lo que no suele ser lo habitual por aquí. Puede ser otro efecto del "procés".

Sin embargo, una vez aterrizado en la capital catalana, desaparecen los matices, no se entra en el combate de legalidades. "No, no es legal, pero eso a estas alturas ya es irrelevante", dice Cori Llaveria, 50 años, hija de un catalán y una gallega. "Ahora se trata de la voluntad de un pueblo de hacerse oír", añade por toda justificación.

La falta de acuerdo entre las partes en conflicto para convocar una consulta legal, los dictámenes de los tribunales, las advertencias desde la Unión Europea? todo es irrelevante. Se quejan en plena calle de que España no les escucha ni les respeta y que, estando las cosas así, no les queda otra que ir por libre.

Esa voz de queja (pero también de alegría y esperanza por el proceso que está en marcha) puede oírse en todos los rincones del centro de una ciudad en la que el precio de la vivienda ha aumentado un 20% en el último año.

En los barrios periféricos es otra cosa, las "esteladas" brillan por su ausencia, y no se ven banderas oficiales: ni españolas ni catalanas. Y como casi todo lo que puede escucharse es a favor de la consulta, al menos en el Eixample o en Gràcia, puede llegar a pensarse que no hay otra voz, que quien guarda silencio no la tiene. Pero es un efecto distorsionador creado por la sobreabundancia del discurso del "sí", omnipresente entre quienes sí hablan.

Los que no lo hacen, por ejemplo los habitantes de Cornellà, un barrio casi más andaluz que catalán, donde aún se rotula en castellano, continúan callados, como si la cosa no fuera con ellos. Pero no es así. Dicen que no dan su apellido, sólo el nombre, y a veces ni eso. "El metro cuadrado de sectario aquí está por las nubes", suelta uno a cambio de mantenerse en el anonimato. Al menos hasta que recupere la confianza, que la tiene perdida.

Son como mundos diferentes. El uno, el "indepe", de clase media y media-alta, universitarios y nacidos en un 90% en Cataluña; el otro, el del "no" silencioso, de clase baja, nutrido sobre todo por trabajadores procedentes de la emigración. Y luego está la clase alta altísima, la de Pedralbes y la Bonanova, que sigue paseando a sus perritos a pares y poniéndose de perfil para fumar con boquilla. Con este también parece que no va la cosa. Vaya de independencia, de democracia o de legalidad. Para ellos eso es lo irrelevante.