No me gusta nada la sensación de manejar vidas con mis manos. Si eres una persona responsable, es un peso que cargas sobre tu espalda por la duda que genera si lo que has hecho será lo mejor. Tomar decisiones precipitadamente para intentar salvar a un animal en cuestión de segundos, minutos, o en el mejor de los casos horas... moverlos de un sitio a otro mientras ellos esperan con su mirada triste, pero cargada de confianza, que les devuelvas la dignidad. No les queda otra, confían o mueren... Les encierras con desconocidos, a veces sólo lo son para ellos, otras también lo son para ti, y lo haces con el miedo en el cuerpo de que tu intuición y todo el protocolo fallen, porque sabes lo que eso supone. La angustia de una urgencia, de resolver una situación sin más medios que un corazón abierto de par en par sobre una base de miedo y preocupación. Para después poder ver a través de una simple foto o un vídeo cómo ha cambiado su vida, leer en sus ojos la felicidad... Vives en una continua montaña rusa, de estrés, angustia y dolor que si todo sale bien se convierten en euforia, paz y satisfacción. Tener un corazón tan sensible y tierno como fuerte, y una mente fría y al mismo tiempo abierta ante cualquier posibilidad. Porque una sola posibilidad es mucho cuando rescatas almas de la soledad.

Cuántos casos permanecen tatuados en nuestra mente y en nuestro corazón, con la intensidad del que no olvida, cuando vio a un ser que sufrió. En este artículo intento trasmitir la vida de los que rescatamos animales, expresar nuestras emociones y la tan difícil como valiosa forma de dar amor que hemos elegido. Y para terminar, si tuviese que resumir lo que he aprendido gracias a la experiencia de rescatar vidas, es que un corazón valiente mueve y para el mundo cuando quiere.