Como ya comentamos en anteriores artículos, los animales nos conectan con nuestra vulnerabilidad. Al mirarlos, nos identificamos con ellos desde nuestra herida. Todo esto se agrava cuando se trata de un animal que ha sufrido abandono o malos tratos. Cuando vemos animales que sufren, nos conecta sin que nos demos cuenta con momentos de nuestra vida en los que hemos sufrido, principalmente en la etapa infantil. Esto, por un lado, provoca que haya muchas personas que han sufrido traumas importantes en su vida y que se vuelcan en ayudar a los animales. El problema es que cuando ayudamos a los animales desde nuestra herida interior, no lo hacemos de forma sana. Este comportamiento a veces tiene consecuencias catastróficas para los animales a los que en teoría se está ayudando, ya que se hace desde la pena, desde la desesperación y desde un intento de salvarnos a nosotros mismos a través de ese animal, al que vemos como débil y que nos recuerda a los momentos en los que nosotros nos hemos sentido así en el pasado.

También es frecuente encontrar a personas con una baja o inexistente autoestima, que encuentran en la protección animal una forma de sentirse válidos y útiles, llegando a desarrollar el «síndrome del salvador/a» y negando sus límites a la hora de ayudar. No asumen que cuando tienes vidas en tus manos, lo adecuado es actuar de forma extremadamente responsable, porque no todo vale ni el fin justifica los medios. Se actúa sin pensar en las consecuencias ni en si es lo mejor para los animales, sino con el objetivo puesto en engordar nuestro ego de humanos, de una forma impulsiva y poco segura para los «rescatados».

Invito por tanto a todo el mundo, a que haga un autoanálisis y se pregunte a sí mismo por qué y para qué ayuda a los animales en el caso de que lo haga.