Desde lo alto del Mascarat se divisaban las nubes de pólvora izándose desde la playa del Arenal de Calp cuando el reloj acababa de marcar las once. Bajo un sol de justicia, la mañana se ensombrecía con la llegada de seis barcos negros como azabaches ondeando en sus mástiles la temida bandera de la Media Luna. Estaba a punto de comenzar el Desembarco de las fiestas patronales calpinas, los Moros y Cristianos que cada octubre honran al Santíssim Crist de la Suor.

En la playa, vecinos y turistas habían tomado posiciones en el paseo, en la area y muchos también incluso dentro del agua. Nadie quería perderse la batalla que estaba a punto de librarse aunque fuera desde una amplia distancia acotada por la organización por motivos de seguridad.

La expectación se mantuvo durante cerca de un cuarto de hora, tiempo que tardó el emisario moro en arribar hasta la orilla y encontrarse con los parlamentarios cristianos, que llegaron a caballo a su encuentro. El sarraceno les reclamó la rendición de la plaza asegurando al Capitán Cristiano que si aceptaban deponer las armas niños, mujeres y hombres podrían mantener sus vidas. De lo contrario, les auguraba una muerte segura bajo el filo de las afiladas cimitarras de su ejército, que a buen seguro ganaría -según dijo- a un puñado de agricultores y pescadores no duchos en el arte de la guerra.

El defensor de Calp habló entonces preguntando al musulmán si junto a sus vidas, a cambio de esa rendición podrían mantener su libertad, sus costumbres, su modo de vida. Una aspiración que el moro descartó en el acto replicando que una cosa era la vida y otra vivirla como hombres libres siendo un pueblo vencido. Su futuro sería ser vendidos como esclavos en la tierra lejana de donde procedían. Los defensores de la palabra de Roma zanjaron el parlamento rehusando perder la libertad sin lucha y regresaron a la atalaya dispuesta en la playa para encarar la embestida.

En apenas cinco minutos las naves de los invasores comienzan a tocar tierra y de ellas saltan para ocupar sus posiciones de ataque.

En la torre cristiana el bando de la Cruz se arma y comienza la defensa. Tras el tronar, la batalla de arcabuces se activa incesante. Moros y cristianos no cesan en su empeño y durante largo tiempo mantienen el espectáculo ante la mirada atónita de quienes lo presencian por primera vez y la cómplice de quienes llevan años presenciándolo, recordando los tiempos en que podían contemplarlo todo mucho más cerca sentados sobre la arena.

La batalla simula entonces una inminente victoria del enemigo con la huida de los calpinos por la avenida Gabriel Miró, para subir después por la calle Goleta hasta la plaza Mayor, perseguidos de cerca, trabuco en mano, por quienes ocuparán la población hasta el día 22, el día de «El Miracle».