Recuerdan el ruido. Como de un tren en un túnel. Y los gritos de dentro. El ascensor tardó pocos segundos en llegar al suelo, pero a quienes iban dentro les dio tiempo, aunque suene a tópico, a ver su vida pasar. Otras articularon pensamientos como «¿dolerá morir?». La vibración y el impacto fueron tan grandes que un empleado en el segundo piso notó el paso de la caja y vio caer un cartel. Luego, abajo, con las puertas cerradas, las mujeres quedaron apiñadas unas encima de otras. Algunas gritaban a causa de las heridas y más tarde otra de las chicas repetiría «mi hija, mi hija» consciente de que si dejaba de trabajar a causa del accidente nadie llevaría dinero a su casa. Entonces llegó un empleado del hotel y fue su voz lo primero que las tranquilizó en esos momentos de caos. Describen sus manos tratando de abrir las puertas antes de recibir ayuda, un palo que utilizó para hacer palanca, una pata de silla, cualquier cosa. Y el desfile de camillas hacia las ambulancias, alguna de las chicas ya con el collarín puesto y las extremidades sujetas para evitar que se agravaran las fracturas. Mientras, el comedor estaba lleno de clientes tomando el desayuno y casi listos para ir a la playa y a quienes sorprendió encontrar fuera las ambulancias y a los bomberos. Veinte minutos después el hotel retomaba la normalidad como si nada hubiera sucedido y un operario colocaba decenas de botellas de butano frente al ascensor precintado.