Clara no podía creer que su madre se la hubiese jugado otra vez. Le había prometido que ese verano todo sería diferente.

-Las vacaciones, este año, están pensadas a tu medida, Clara -fueron sus palabras-. Haremos barbacoas, volaremos cometas...Y, por supuesto, iremos a la playa... Eso es lo que querías, ¿a que sí? A ti te encanta la playa...

Clara asintió y hasta se atrevió a sonreír de oreja a oreja. Llevaba siglos esperando unas vacaciones así; como las de todo el mundo... Vacaciones que no consistiesen en esperar en un hotel -o, peor aún, en una tienda de campaña- mientras su madre se dedicaba a buscar huesos de hace miles de años en un barranco o en una cueva. Normalmente, sus excavaciones las obligaban a viajar a países en los que hacía un calor espantoso en verano, y donde la gente, aunque era muy amable, hablaba unos idiomas rarísimos. Y nunca, nunca había nadie de su edad con quien ella pudiera jugar: ni en el hotel, ni en el yacimiento, ni en ninguna parte.

Si por lo menos la hubieran dejado colaborar?Eso habría sido divertido. Andrea, la madre de Clara, se lo pasaba en grande con los compañeros de excavación. Todos eran paleontólogos. Mejor dicho, «paleoantropólogos». Su trabajo consistía en buscar huesos de los hombres primitivos. Era una tarea bastante dura, porque había que excavar con mucho cuidado para no romper nada, y sacar cada cosa que encontraban con más cuidado aún, apuntando bien dónde la habían encontrado y lo que había alrededor, para poder analizarlo más tarde y saber de qué época era. Una tarea nada fácil.

Sin embargo, a Andrea parecía gustarle más que ninguna otra cosa del mundo. Clara estaba convencida de que le gustaba incluso más que estar con su hija. Cada vez que su equipo encontraba cualquier trozo de hueso, Andrea volvía al hotel contentísima, como si le hubiese tocado la lotería. A veces ni siquiera conseguía pegar ojo, de lo emocionada que estaba.

Seguramente Clara también se habría emocionado si su madre le hubiese permitido compartir con ella esos momentos tan especiales. A lo mejor, en lugar de estar aburriéndose en un hotel, podría haber echado una mano en el yacimiento, porque además era bastante observadora y estaba segura de que, si le hubieran dejado probar, ella también habría encontrado algún hueso escondido.

Desgraciadamente, su madre no opinaba lo mismo. Según ella, buscar huesos en una excavación era un trabajo «científico». Se necesitaban muchos años de estudios para hacerlo bien. Los «aficionados», en su opinión, no hacían más que enredar y estropearlo todo.

Si Pablo, el padre de Clara, hubiese tenido una profesión corriente, ella habría podido quedarse tranquilamente en casa con él. El problema era que Pablo tenía un trabajo aún más raro que el de Andrea. Era también científico, pero estaba especializado en los climas antiguos... Y eso significaba que, todos los veranos, tenía que viajar la Polo Norte.

A Clara, por tanto, no le quedaba más remedio que pasar las vacaciones con su madre. Por eso, cuando ella aseguró que ese año iba a ser diferente, se puso realmente contenta. Al principio, justo después de llegar a Asturias, Andrea parecía dispuesta a cumplir sus promesas. Hasta se compró un traje de baño nuevo. Clara se lo vio puesto en el probador.

Pero después de aquel día, Andrea no volvió a ponérselo. Estaba claro que no le interesaba la playa. Le interesaban mucho más los acantilados y las cuevas que había en ellos.

Llevaban en Asturias una semana, con la abuela Esther y la tía Milagros. Todos los días, cuando Clara se levantaba, descubría que su madre había madrugado para salir a dar una vuelta por los acantilados.

La abuela le preparaba uno de sus desayunos especiales y la observaba mientras comía. Se sentía triste por su nieta . Se daba cuenta de que nada estaba saliendo como Clara esperaba.

-No debes enfadarte con tu madre -le dijo una mañana mientras Clara removía el cacao con la cuchara, distraída-. La ciencia es su pasión, y no sabe desconectar de su trabajo.

A la mañana siguiente Clara decidió pasar a la acción. Cuando Andrea apareció en la cocina para desayunar, encontró a su hija vestida y con la mochila preparada.

-Buenos días, hija. ¿Te vas a alguna parte?

-Sí, mamá -le contestó muy seria- . Me voy contigo.

Andrea parpadeó desorientada.

-Pero Clara, te vas a aburrir. Yo solo voy a dar un paseo por las rocas. Volveré enseguida?

-No es verdad. No volverás enseguida, volverás a la hora de comer, como todos los días. Pero da igual, porque hoy pienso acompañarte.

-¿A ver piedras?

-Piedras, huesos?Lo que sea -dijo Clara con decisión-. Cuando quieras nos vamos.

Su madre suspiró.

-Está bien. Será divertido ir juntas, por una vez. Y quién sabe, hasta es posible que te guste... Venga, no perdamos tiempo. Cuanto antes lleguemos a los acantilados, mejor.

Extraído del libro

«Una mano en la piedra»

Autora: Ana Alonso

Colección Pizca de Sal

Editorial Anaya