Marine Le Pen ha pasado los últimos años lavando la cara del partido de ultraderecha que heredó de su padre, para convertirse en el rostro amable de un movimiento que no ha dejado de ascender electoralmente hasta el punto de llegar a ser el partido más votado de Francia.

A sus 48 años, en su segunda campaña presidencial, esta convencida "eurófoba" está cerca de recolectar los frutos de esa catarsis si, como le auguran las encuestas, alcanza la segunda vuelta de las elecciones.

Seguiría así los pasos de su padre, que consiguió en 2002 pasar al balotaje, pero a diferencia de Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional (FN), Marine lo haría con un electorado más consolidado y amplio.

La segunda vuelta del próximo 7 de mayo, en la que ningún sondeo le da como vencedora, mostraría los límites de su apuesta, que aunque ha ampliado su base electoral, no ha conseguido romper el "techo de cristal" que le impone el sistema.

Marine Le Pen ha conseguido que su partido logre una gran adhesión, un electorado fiel que le perdona incluso las acusaciones de financiación ilegal de su movimiento por los que ya ha sido sancionada en el Parlamento Europeo. Pero la líder no ha logrado evitar que genere también mucho rechazo en otra parte de la sociedad.

La candidata se mueve como una funambulista entre las propuestas radicales heredadas y la cara más aceptable con la que pretende conquistar el Elíseo.

Evita las alusiones a la II Guerra Mundial que tantos quebraderos de cabeza costaron a su padre -e incluso a ella misma en esta campaña-, y arremete contra la inmigración esgrimiendo la inseguridad, la preferencia francesa y el patriotismo económico, su tema de campaña favorito tras comprobar que le funcionó en EEUU a Donald Trump.

Todo ello tras haber cortado en 2015 el cordón umbilical con su progenitor después de la última salida de tono del patriarca, lo que le valió un culebrón familiar durante meses pero acabó por independizar a la líder y consagrarla como uno de los rostros más reconocibles de la ultraderecha europea.

Una militancia política temprana

Nacida el 5 de agosto de 1968, Marine Le Pen comenzó pronto su militancia política, siempre a la sombra de su padre. A los 18 años se afilió al Frente Nacional y, ayudada por su apellido, no tuvo problemas en escalar peldaños en su estructura interna.

En un partido al que le costaba encontrar cargos y candidatos, la hija del líder fue pronto un valor electoral que se presentó a diversas elecciones legislativas y locales, carrera que compaginó con la de abogada en París entre 1992 y 1998.

Cuando en 2002 su padre accedió a la segunda vuelta, Francia descubrió en infinidad de intervenciones televisivas que tras su melena rubia se escondía un verbo ágil y un carácter fuerte.

Había nacido una estrella política que, con el paso de los años, se fue afianzando. Primero en el partido, donde tuvo que soportar los ataques de la vieja guardia que le consideraban una "arribista" y que no aprobaban el giro "amable" que encabezaba.

Hasta que en 2011 se hizo con las riendas del FN, al que al año siguiente dirigió en sus primeras presidenciales, donde con el 17,9 % de los votos acabó tercera, pero tuvo un mayor porcentaje que su padre diez años antes.

Su legitimidad ya no podía ser contestada desde dentro y Le Pen se lanzó a la conquista de nuevos horizontes, acompañada de una nueva guardia pretoriana más joven y moderna, en la que destacan su marido, Louis Aliot, y su mano derecha, Florien Philippot.

Esa estrategia le ha permitido ganarse a las clases obreras y desfavorecidas que se consideran olvidadas por el sistema y que pagan los efectos de la globalización sobre su modo de vida.

Le Pen eligió la circunscripción de Hénin-Beaumont como laboratorio de su apuesta, un territorio del norte del país marcado por la desindustrialización y que convirtió en su feudo electoral.

En las municipales de 2014, su partido conquistó una decena de ayuntamientos, lo que les permitió nombrar dos senadores.

Ese mismo año, en las europeas, acabaron como la fuerza más votada con un cuarto de los sufragios, algo que se repitió en las regionales del año siguiente, cuando rozaron los 7 millones de votos, un récord en la historia del partido.

Un resultado que ahora tendrá que multiplicar para ascender al Elíseo y culminar su sueño de desalojar del poder a las élites "desconectadas del pueblo".