Anda Inglaterra revolucionada sobre el supuesto envenenamiento con arsénico que pudo causar la muerte a la gran Jane Austen. La escritora, de quien me declaro devota, falleció en julio de 1817, con 41 años, cuando Escocia ya llevaba más de un siglo unida a Inglaterra. Ya muy enferma, terminó 'Persuasion' y comenzó 'Sandinton' un relato en el que, ironías del destino, se burla de la hipocondría.

Sandra Tuppen, comisaria principal de manuscritos en la Biblioteca Británica, considera que la autora, enterrada en la catedral de Winchester, pudo fallecer envenenada, aunque no de forma premeditada. Aporta como prueba la diferente graduación de los tres pares de lentes que le pertenecieron, lo que evidencia la progresión de una catarata, agravada a consecuencia de la supuesta sustancia mortífera.

Y fatal, letal y hasta algo 'psicótica', consideran muchos británicos a la ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, empeñada en celebrar un segundo referéndum de independencia que ha puesto los tacones de punta a Mrs. May. La primera ministra, adalid del Brexit, no se lleva con la aguerrida lideresa de las Tierras Altas, pero habría hecho amistad con Jane. La novelista era tan 'british' como ella. Además, ambas comparten el amor por Oxford, donde ambas se formaron, Jane Austen en su infancia y Theresa May en su juventud. A lo largo de estos meses me he preguntado que habría pensado Austen del Brexit y la respuesta que se me presenta cada vez más nítida, es que la escritora, enamorada del alma inglesa y crítica, a la vez, con sus defectos, se habría dejado seducir por el hermoso proyecto europeo, ya con sesenta años a la espalda, para nada incompatible con la grandeza del Reino Unido y su milenaria cultura.

Austen era una criatura de su tiempo, la Regencia, inscrita en el periodo georgiano, previo a la época victoriana. En aquellos años se gestaron las revoluciones agraria e industrial y comenzó la gran expansión del Imperio Británico. Las diversiones de una dama de sociedad no pasaban más allá de acudir a la temporada londinense, pasar el verano en Bath, bailar, salir al campo y conocer a apuestos caballeros que casi nunca eran lo que parecían ser.

Pero dentro de aquella sociedad limitada el sentimiento 'british' de Jane tenía amplitud de miras. La visión de aquella adelantada a su tiempo superó con creces a la de los ingleses actuales que toman el roastbeef de los domingos, cultivan rosas en sus soberbios jardines, disfrutan del té de las cinco y conservan en la cartera las libras que nunca han serán reemplazadas por euros. El Brexit no les quita el sueño (de momento) y el hecho de que Theresa May active el artículo 50 del Tratado de Lisboa a finales de mes les parece irrelevante.

Ahora bien, si algo no toleran los habitantes de esas islas que viven perdidas en la nebulosa de grandezas pasadas, presentes y futuras, es que Escocia quiera desgajarse del Reino Unido. Por eso May invoca incluso a España como el gran obstáculo que tendrían en Bruselas los escoceses, a la hora de solicitar el reingreso en la UE. En realidad José Manuel Barroso ya lo dejó claro en 2012: la membresía europea no es hereditaria. Inglaterra no podría ser reemplazada por Escocia de forma automática. En fin, Escocia se está metiendo en un buen lío, que por otra parte, nada se parece al enredo catalán. Toda similitud entre Sturgeon y Puigdemont es mera coincidencia. Como pequeño detalle baste decir que en caso de emancipación Escocia permanecería bajo la corona de Isabel II. Eso a Jane Austen también le habría gustado.