Cuando Donald Trump anunció que aspiraba a la nominación por el Partido Republicano, el rascacielos que lleva su nombre en Manhattan, la Trump Tower, quinta Avenida, entre las calles 56 y 57, difundió por una pantalla un mensaje que terminaba proclamando, a modo de eslogan electoral: "Tristemente, el sueño americano ha muerto". Nadie daba un centavo por su candidatura. El personaje, su mensaje -que se origina en el pesimismo, un valor muy poco electoral- y el desprecio generalizado de todos los estamentos intelectuales de Estados Unidos, desde las universidades (la Donald Trump University ya cerró en el 2004) hasta los medios de comunicación, sólo hacían esperar una carrera fugaz. Y esa ha sido, paradójicamente, la fuerza de Donald Trump: representa la voz de quienes se sienten ninguneados por el "sistema".

Estados Unidos es el paraíso de la demoscopia, y en año electoral el bisturí de esta maquinaria alcanza cotas inimaginables. De entre las decenas y decenas de radiografías del votante de Donald Trump hay una en la que la distancia entre este y todos sus rivales es abismal. Una que dice mucho de la inesperada carrera electoral. Los ciudadanos que se identifican con el enunciado "las personas como yo no cuentan para el gobierno" prefieren en un 86,5 por ciento al candidato inclasificable, que hoy ya no es percibido como un clown sino como el hombre que parar en la convención republicana del 18 de julio en Cleveland. Si alguien vota en esa clave -y los éxitos electorales de Trump lo corroboran-, ¿acaso le puede importar el argumento de quienes alertan que Trump no puede ganar la presidencia? A menudo, esas voces de alerta son las mismas que no escuchan al americano medio.

"Sus votantes no son racistas, no más que otros norteamericanos. Cuando Trump habla de comercio, piensan en tratados como el Nafta (Tratado del Libre Comercio de América del Norte, firmado en 1994 bajo la presidencia de Clinton) o los acuerdos con China. Y esto, en Indiana del Norte, significa una hemorragia de empleos destruidos", señalaba Tom Lewandoski, dirigente laboral del estado. Desde mediados de los ochenta, treinta años ya, la desigualdad de las rentas viene creciendo de forma imparable. La clase media no sólo no crece sino que, por primera vez en la historia de Estados Unidos, la sociedad más optimista del mundo, hay más ciudadanos que piensan que sus hijos vivirán peor que ellos. "Una de las excusas favoritas de los conservadores es que eso no significa nada", ha escrito el economista y Nobel Paul Krugman. Desde las rebajas fiscales de la era de Ronald Reagan, el Partido Republicano no parece haberse tomado en serio un asunto capital. Y lo que es peor, no sólo no da respuesta al descontento de la clase media por su pérdida de ingresos y expectativas de futuro sino que ni siquiera admite el problema. Así, naturalmente, se han ido creando un vacío y una bolsa de votos de ciudadanos conservadores, descontentos, indignados y automarginados que es donde pesca un populista como Donald Trump.

"Yo lo único que sé es que aquí vivimos peor y en China mucho mejor", comentaba ya hace cuatro años en Cleveland, en Ohio, el dependiente de un supermercado, John Moore, al que uno imagina este 2016 votando por Trump, a diferencia de entonces, cuando veía en el candidato republicano Mitt Romney al clásico elitista de Boston que vive de espaldas a la realidad social. Una encuesta del prestigioso Pew Research Center preguntaba a los votantes en marzo si "comparando con 50 años atrás, la vida en América para la gente como usted ha ido a peor, a mejor o a igual". Los votantes más pesimistas, los del "a peor", eran de los de Donald Trump con un contundente 75% en la casilla, cuando sólo el 22% de los votantes de Hillary Clinton opinaban lo propio.

Como ha sucedido en Francia con el ascenso y la consolidación del Frente Nacional, surgido de los exobreros y exvotantes comunistas de la grandes fábricas y del empleo de por vida, existe en Estados Unidos un amplio desencanto con el establishment: son los norteamericanos sin grandes títulos, desde obreros hasta asalariados intermedios que creen que la globalización ha "exportado" sus empleos en las plantas siderúrgicas de Ohio o en las naves textiles de Carolina del Sur a estados lejanos -China, India- o muy próximos -México, una de las dianas más trumpianas, porque ningún candidato ha osado criticar al vecino del sur por miedo a perder voto latino-, gracias a la idea -equivocada o no- de que sus salarios ridículos les dejan fuera de juego sin que nadie en Washington tenga el detalle de darles consuelo o el pésame. Esos votantes configuran un banco electoral que supera el cliché del género y abarca por igual a hombres y mujeres. No todo son percepciones. Pese a la recuperación económica tras los malditos 2008 y 2009, y a una cifra de desempleo en torno al 5%, la renta anual de los hogares medios está 4.000 dólares (unos 3.500 euros) por debajo de la del 2007, según The Economist.

Trump, el favorito de los republicanos

Las encuestas son muy nítidas. Trump es el candidato en liza en ambos bandos que mejor capitaliza el descontento, el pesimismo y las consiguientes frustraciones. Otra encuesta reciente, al margen de la campaña electoral, revela que la mitad de los estadounidenses consideraba que "los mejores días de América eran cosa del pasado". Con margen holgado, Trump es el favorito de los votantes republicanos que creen que hay que subir los impuestos a los más ricos (el 51%), el más votado entre quienes ingresan menos de 50.000 dólares al año (casi 44.000 euros), entre quienes creen que "los inmigrantes hoy son una carga para el país" (el 69%, por un 17% de los que votan Clinton) o aquellos que opinan que los "beneficios de la Seguridad Social no deben ser reducidos".

Hay un estadounidense entre pesimista e indignado que existe y ha encontrado en Donald Trump al candidato ideal para dar una patada en el trasero al establishment político de Washington DC. "Me da igual que sea menos presidenciable que otros candidatos. Precisamente porque no forma parte del politiqueo y es un outsider quizás le vote en noviembre, si es que no lo apartan de la nominación con trucos en la convención", señala Janet O´Connor, 56 años, divorciada, recepcionista de un hotel de Baltimore que hace cuatro años votó por Obama y esta vez se le presenta un dilema: siente aversión por Hillary Clinton, a la que considera -peyorativamente- una "política experta". "Por supuesto que tiene más experiencia que Trump. Eso es precisamente lo que me llevaría a votar por Trump".

A la irritación o el pesimismo por la evolución de la economía -la familiar, no la macroeconómica- hay que sumar la tradicional y cada vez más consolidada opinión de que los políticos en la capital federal sólo representan los grandes intereses y en nombre de ellos firman, por ejemplo, tratados de comercio internacional que terminarán por destruir empleos en el entorno de muchos electores. De ahí que, en aras de las relaciones comerciales y económicas, nadie ponga reparos a la inmigración ilegal procedente de México. Trump tiene dos ventajas: es el único aspirante que no tiene en su curriculum un cargo electo y es el único que dice justamente todo lo contrario de lo "políticamente correcto". Sus detractores también se lo ponen fácil. Mitt Romney, el derrotado candidato republicano del 2012, ha sido uno de los barones que desde su retiro han alertado del peligro que supondría dar a un irresponsable el botón nuclear, el despacho Oval o el timón de mando de la política económica. Pues bien, hace sólo cuatro años, cuando el candidato Romney recibió el endorsement -el respaldo electoral- de Trump, elogió su "extraordinaria" visión económica.

El periodista y ensayista David Renmick apuntaba en The New Yorker al "estancamiento salarial, el desempleo, el offshoring de las corporaciones. Factores que ya estaban presentes en el último ciclo electoral hace cuatro años, pese a lo cual los republicanos nominaron a la presidencia al padre de la cobertura médica de Massachusetts". Y añade otro factor de fondo: "Trump es el beneficiario de un largo proceso de decadencia intelectual republicana", que se refleja en el papel de motor ideológico conservador del Tea Party, cuyas ideas son fertilizante para personajes como nuestro extrovertido millonario, siempre con una solución sencilla y rápida a las preguntas más complejas.

Resentimiento hacia lo musulmán

Desde el 11 de septiembre del 2001, el primer ataque exitoso en territorio continental de Estados Unidos de la historia, el país se ha enfrascado en dos guerras en estados musulmanes (Afganistán e Iraq) y vive pendiente de un enemigo invisible. El sentimiento de vulnerabilidad ha crecido, y con él, un resentimiento hacia lo musulmán. Después del atentado en el maratón de Boston, en abril del 2013, con tres muertes, el Pew Research Centre repitió una pregunta que viene haciendo regularmente desde marzo del 2002, es decir, medio año después de los atentados de las Torres Gemelas y el Pentágono: "La religión islámica incita a sus fieles a emplear la violencia más que otras religiones". En marzo del 2002, el 25% de los encuestados así lo creía. Un mes después del atentado de Boston, perpetrado por hermanos de origen checheno, el porcentaje se elevaba al 42%. Ya no se trata de una minoría€

Sólo Donald Trump ha canalizado y explotado el miedo y la sed de venganza contra el mundo musulmán, latente en sectores de la población que, sin embargo, nunca se atreverían a pedir la prohibición de la entrada a Estados Unidos de extranjeros musulmanes, algo que sí hizo y sin problemas Donald Trump. Y eso no le ha hundido ni en las encuestas ni en los votos€ Mientras que sólo el 22% de los votantes de la ex secretaria de Estado considera que "los musulmanes de EE.UU. deberían ser objeto de un mayor escrutinio", el porcentaje entre los votantes de Trump se triplica (64%). A falta de guerras, visto lo visto en Afganistán e Iraq, existe un sector del país frustrado por la falta de respuestas duras al yihadismo. Los atentados de París y Bruselas benefician a Trump: he aquí el único candidato que llama las cosas por su nombre y no está dispuesto a cruzarse de brazos ante el desafío terrorista.

"Supongo que no será elegido presidente, no creo, pero al menos sirve para que muchos republicanos reconsideren unas políticas que nos han llevado a perder las dos últimas elecciones presidenciales", señala Andrew Bird, funcionario retirado, 67 años, que pasa temporadas en España. "Si Barack Obama fue elegido en nombre del cambio, Donald Trump ha llegado más lejos de lo imaginable porque hay frustración en mi país". Los americanos confiaban en que Obama podría corregir el rumbo, y con Trump sólo esperan que salten las alarmas del establishment, sea en la Casa Blanca, el Capitolio o Wall Street, y haya una corrección antes de que el sistema se desborde. Todo el planeta se está llenando de partidos populistas o personalidades fuertes -Putin es uno de pocos líderes extranjeros halagados por Trump-, y triunfa el descontento, sin el que difícilmente los euroescépticos en Gran Bretaña, los xenófobos en Europa Central, los lepenistas en Francia o los bolivarianos en España gozarían del presente respaldo electoral. Sólo el malestar, el temor al futuro y la frustración explican que muchos votantes pasen por alto las credenciales de Trump y le voten. Ningún populista republicano ha estado tan cerca de la nominación como Donald Trump: hijo de un constructor millonario -de self-made man, nada de nada-, con palacio familiar en Palm Beach y un indecoroso escaqueo para no cumplir con el servicio militar.