El pasado 9 de noviembre, dos niñas con explosivos adosados a su cuerpo provocaron cinco muertos cerca de una mezquita en Fotokol, en el norte de Camerún, y el mundo apenas pestañeó. Hace apenas dos meses, cuatro artefactos explosivos detonaron en cuatro puntos diferentes de la localidad nigeriana de Maiduguri, un cruce de ferrocarril, una mezquita, un local donde se emitía un partido de fútbol y un mercado. Resultado, un centenar de muertos. ¿Llegó esta noticia a Occidente? Sí, con sordina. ¿Alguna reacción? Ninguna.

Sólo en los últimos cinco años el grupo terrorista Boko Haram, rebautizado como Estado Islámico de África Occidental, ha provocado la friolera de 25.000 muertos en ataques y atentados que se repiten a una media de uno o dos por semana. Y el norte de Nigeria, Camerún, Chad y Níger, países donde opera esta secta radical, son solo un ejemplo. En Somalia, Al Shabab golpea una semana sí y otra también y en Malí la amenaza yihadista ya no es exclusiva del norte del país, por no hablar de Libia, país sumido en el caos tras la intervención occidental que acabó con el derrocamiento de Gadafi, convertido hoy en santuario de terroristas.

Esa guerra que invocan hoy los dirigentes europeos al descubrir los cadáveres también en sus calles ni es nueva ni su peor escenario está en Europa. Es más bien global, se desarrolla en múltiples lugares a la vez y desde hace años la sufren, sobre todo, civiles inocentes de todos los colores y religiones. Ocurre en Oriente Medio (Irak, Siria?) con especial crudeza, pero también en el cercano continente africano en medio de un silencio estremecedor.

En Bamako, la capital de Malí, es viernes por la noche. Radio France International interrumpe su emisión habitual y comienza a hablar de explosiones en París. Los medios de comunicación abren sus portadas con el ataque, publican las fotos de París y en la calle los comentarios afloran. «Era cuestión de tiempo dice un joven estudiante ningún país es invulnerable». Esta es la sensación general: la barbarie se ha hecho en Europa el mismo hueco que lleva años labrándose en África. En pleno centro de Bamako, una noche de hace ocho meses, un encapuchado subía las escaleras del bar La Terrasse y comenzaba a disparar en la pista de baile. El ataque se saldó con cinco muertos y con un incremento draconiano de las medidas de seguridad para expatriados. Algunas ONG ni siquiera permiten que sus trabajadores salgan por la noche. Por no hablar de ir al norte del país, que se está poniendo cada vez más difícil.

Las ONG trabajan solo con personal africano en el terreno y si algún europeo debe desplazarse, lo hace en avión y sólo permanece unas horas en Gao o Tombuctú. El riesgo de secuestro, la amenaza que flota en la cabeza de todos, es demasiado alto. Subir por carretera, una temeridad. Una miríada de grupos rebeldes, yihadistas o simplemente bandidos y traficantes se disputan distintas zonas del territorio y lanzan ataques cada semana contra trabajadores humanitarios, agencias internacionales, el Ejército o la misión de la ONU, que está siendo la más costosa en vidas humanas de este organismo internacional. La población civil también paga su precio. Pero lo más inquietante es que durante el año 2015 la actividad terrorista se ha ido trasladando desde el norte hacia el sur.

Conmoción en África

Este sábado, pocas horas después del inhumano ataque vivido en las calles de París y reivindicado por el EI, una ola de solidaridad recorrió al mundo. No podía ser otra manera. Ha ocurrido muchas veces, las más sonadas en Nueva York en 2011, en Madrid en 2004, en Londres en 2005 y ahora en París, pero en algunos países africanos el desafío yihadista es un viejo conocido que se materializa con frecuencia.

A finales de octubre, un comando del grupo terrorista somalí Al Shabab perpetró un ataque en un hotel de Mogadiscio, provocando 15 muertos y decenas de heridos. ¿Habían oído algo? Es posible que no. Lo que quizás sí les suene fue la brutal matanza que tuvo lugar el 2 de abril en la Universidad de Garissa, en la vecina Kenia, en la que fallecieron unas 150 personas, la mayoría estudiantes que fueron tiroteados a sangre fría. La mano de Al Shabab también estaba detrás, igual que fueron ellos quienes atacaron en 2013 el centro comercial Westgate, en Nairobi, acción en la que murieron 72 personas. En los últimos años, Al Shabab se ha consolidado como una de las amenazas más serias a la seguridad en el continente, pero para conocer al grupo terrorista más letal de África hay que girar la vista hacia el norte de Nigeria.

Boko Haram, que hace unos meses declaró su obediencia al EI y cambió su nombre por el de Estado Islámico de África Occidental, es una máquina de matar sin más credo que la violencia indiscriminada contra civiles, ya sean musulmanes o cristianos, fuerzas de seguridad y personal de la Administración. Veinticinco mil muertos en cinco años son la tarjeta de presentación de la secta radical de Abubakar Shekau, un escurridizo asesino al que Nigeria ha dado por muerto en al menos tres ocasiones.

Si bien saltaron a la fama internacional con el secuestro de las niñas de Chibok, que aún no han sido encontradas y que muy probablemente han sido vendidas como esclavas u obligadas a casarse en países vecinos, su acción más mortífera tuvo lugar a principios de 2015 cuando atacaron los pueblos de Baga y Doro dejando tras de sí cientos de muertos y provocando la huida a la desesperada de toda la población.

La extensión de los ataques de Boko Haram hasta los países ribereños del Lago Chad, en concreto Camerún, Níger y Chad, provocó este año una reacción de la Unión Africana y la creación de una fuerza militar conjunta que si bien ha logrado algunos éxitos arrinconando a la secta en sus feudos originales de la región de Borno y en la zona del lago, no ha evitado que sigan lanzando ataques esporádicos en todos los países citados y en la propia Nigeria. Recientemente, el mercado de la localidad chadiana de Bagasola, que acoge a un gran número de refugiados, fue objeto de ataques kamikazes protagonizados por niñas, un modus operandi habitual de este grupo. Y en julio, Yamena, la propia capital chadiana, fue el objetivo de tres atentados mortales, el último de ellos también en el mercado, que se cobraron más de medio centenar de muertos.

A través de la celosía del muro exterior se podían ver los restos de la matanza. En el hospital había sangre por todas partes, los heridos estaban tirados por el suelos obre alfombras mientras las enfermeras corrían de un lado para otro intentando cerrar heridas y hacer transfusiones. La escena no difiere mucho de las vividas en otros rincones del mundo Túnez, París, Madrid, Nueva York pero su impacto mediático y la reacción mundial son completamente diferentes.