Un anciano desempolva una maleta maltratada por los años y el olvido. Busca lo poco que aún le aferra a tiempos mejores: una insignia que otrora le regaló su padre y de la que no se separa ni en la residencia donde ahora transcurre lentamente su vida.

Hoy es un día importante; la monotonía del centro se ve alterada por la visita de alguien a quien no conoce personalmente, pero al que le une el escudo que guarda como reliquia. Es el distintivo del Hércules que su padre portaba en la solapa cuando ambos iban a Bardín de la mano; es el distintivo que le liga a los buenos momentos de la familia, de los amigos y de la vida que hoy tanto añora.

Este encuentro entre exjugadores y la tercera edad es una realidad gracias a la Asociación de Veteranos del club que llevan Héctor Rojo y el exjugador Escribano y del que Joseba Betzuen, centrocampista de la mejor época de la historia del club blanquiazul, presume con orgullo cuando habla del Hércules en su Euskadi natal. «Esto es el club que yo conocí y no todo lo que últimamente, por desgracia, leemos y padecemos», se resigna.

«El Hércules tiene algo», repite continuamente el vizcaíno. Quizás se refiera a algo intangible, a ese aura que diferencia a los clubes de los equipos, a las empresas de los aficionados, a los resultados de los sentimientos.

Joseba Betzuen debutó como león en la 66-67 a las órdenes de Piru Gaínza, «el gamo de Dublín», legendario extremo izquierdo que marcó 8 goles al Celta en 1947 (récord en la historia del fútbol español) y que debutó precisamente como jugador del Athletic en Bardín. Aquel integrante de esa delantera que se decía de carrerilla fue como un padre para Betzuen, al que llamaba de noche a casa para decirle que al día siguiente había que entrenar fuerte. «Realmente lo que quería controlar era que no había salido de juerga», recuerda Betzuen.

Internacional juvenil

Joseba había llegado al Athletic directamente del juvenil de su pueblo -el Lemona-, tras ser pretendido por el Real Madrid. Era un auténtico comodín en el centro del campo y esa versatilidad le hizo integrar a la selección vizcaína, primero; y a la española, después. En el combinado nacional compartió vestuario con Irureta, Sol y Benito. De este último rememora una entrada a un rival al que envió a la pista de atletismo que rodeaba el césped. «Lo ha matado», se murmuraba en el banquillo español. «De aquí no salimos, pensé», dice Betzuen entre risas.

Como rojiblanco debutó en una goleada al Deportivo de la Coruña, casualmente con Benito Joanet de portero, con quien años después coincidió en el Hércules. Ganó dos Copas y disfrutó de Europa: marcó dos goles al Ferencvaros del vigente Balón de Oro Florian Albert y disfrutó el famoso partido en Anfield (el mejor en la carrera de Iríbar) que clasificó a los bilbaínos gracias a una moneda al aire.

Tras ocho temporadas en San Mamés, José Rico Pérez descolgó el teléfono en marzo de 1974 para convencer a Betzuen del glorioso proyecto que se gestaba en Alicante. El día 6 el presidente herculano estaba en Bilbao y el domingo 9 INFORMACIÓN publicó: «Betzuen, virtualmente fichado». Por aquel traspaso el Athletic jugaría un amistoso a finales de agosto en un lozano estadio Rico Pérez.

Una clavícula y un ascenso

El martes 12 aterrizó en Alicante y el meta Zamora, con quien había compartido vestuario en la Catedral, le recibió en el aeropuerto. Ese fin de semana ya juega en el estadio José Antonio de Ourense (hoy, O Couto), pero en un córner en contra Humberto, tratando de despejar el balón, le rompe la clavícula. El duro varapalo no le impide reengancharse a la competición dos meses después, justo en el sprint final por el ascenso. Es indiscutible para Arsenio en los tres últimos partidos de Liga: en Barakaldo, contra el Córdoba y en la célebre victoria de El Sadar.

Betzuen llegó a tiempo para despedir a La Viña; jugó los dos partidos previos a su demolición: el del Córdoba y el amistoso con el San Lorenzo de Almagro, donde selló su hueco en la historia del club al anotar el último gol herculano en el feudo del barrio de La Florida.

En el verano de 1974 inauguró contra el Barça de Cruyff el actual estadio, que abría un fenomenal periplo por Primera. Con especial cariño recuerda su primera visita a San Mamés en la que sirvió magistralmente un gol a Arieta (también exrojiblanco): «El público se puso en pie a ovacionarnos». Esos gestos son los que Betzuen valora del fútbol y de la vida.

Ya por entonces se había quedado prendado de Alicante y, concretamente, del barrio Virgen del Socorro, que en plena década de los 70 evolucionaba a lo que hoy conocemos.

Él fue de los primeros jugadores en vivir en ese mirador del Mediterráneo y luego le siguieron Saccardi, Giuliano, Barrios, Lattuada y alguno más. «Vivir en Alicante y no ver el mar es como ir a La Rioja y no beber vino», repite con frecuencia.

Arraigado en la ciudad y en el club forjó buenas amistades que aún conserva y echa en falta las que ya no están, como la de Manolet (exjugador y vecino del Raval Roig con quien iba a ver al Hércules), Baena, Maldonado o la del padre Parreño, el capellán del Hércules que falleció en 2014, y con el que Betzuen comparte una genial anécdota.

El Hércules solía concentrarse en un hotel en Arenales del Sol y el párroco viajaba en la expedición. Un domingo por la mañana Betzuen le propuso al páter dar una misa en el hotel y a Arsenio, muy supersticioso, no le pareció mala idea. Por la tarde se ganó y a las dos semanas se repitió el ritual, pero en lugar de cuatro fieles hubo ocho. Y a las siete de la tarde el Hércules sumó otra victoria. A las dos semanas el salón del hotel no daba abasto; no sólo la plantilla atendía las plegarias del padre Parreño, sino que también lo hacían los empleados y el resto de huéspedes del parador de los Arenales.

En el Hércules permaneció hasta el término de la temporada 77-78, viviendo la mejor era del club y padeciendo también la cara amarga del fútbol. A la fractura de clavícula que sufrió en su debut, se le sumó una operación de amígdalas que le mantuvo inactivo varias semanas y una fractura de peroné en una eliminatoria copera en Las Palmas en abril de 1976, donde el Hércules cayó estrepitosamente por siete a cero en la prórroga.

Tras su retirada se dedicó al sector de la construcción en su tierra, donde continúa viviendo con Begoña y cerca de sus hijos Leire y Ander. Pese a ello no deja de visitar con asiduidad Alicante (que siente como suya y en la que por supuesto conserva su piso de Virgen del Socorro) ni de preocuparse por el Hércules y «su encanto».

Un halo de prestigio y señorío casi centenario que parece soterrado por un presente escabroso y un incierto futuro.

Un halo latente que no debe caer en el olvido porque avivarlo no cuesta nada y cala de las maneras más inverosímiles. Basta un detalle con quien te sufre en césped artificial o una mano de amigo a quien ya no lo puede hacer.