Le costaba un mundo esbozar esa media sonrisa tan peculiar. Por eso ya no aparecía por el Rico Pérez. Con su inseparable bolso de mano, colgado a medio camino entre la axila y el codo, esa estirada figura -que retrotraía a la dócil y simpática Pantera Rosa televisiva de nuestra infancia- caminaba apagada, sin ánimo para componer las parrafadas con tinta azul sobre papel blanco (no podía ser de otra manera) que animaban los prepartidos de su Hércules; sin aliento para tirar de teléfono con el que reunir, como tantas veces durante las últimas dos décadas, voces en la grada; sin fuerza para montar esos saraos que salían de su inagotable imaginación en busca de dar colorido al estadio. Se ha notado mucho su ausencia en los últimos tiempos. Y se seguirá notando. Pepe Alcaraz, Pepe el de las Peñas, o Pepito el Bombero, fue un personaje entrañable que con el paso de los años acabó convirtiéndose en un elemento imprescindible del paisaje herculano, un lugar que solo abandonó por ese cáncer de pulmón diagnosticado el pasado verano que no tardó en extenderse por el resto de su cuerpo.

Suya fue la parcela de la afición desde que alguien cayó en la cuenta que ese hombre alto y flaco que pasaba largos ratos por la puerta cero solucionaba problemas con un teléfono en la mano y un cigarrillo en la otra. Y, lo más importante, sin pedir nada a cambio.

No hizo falta que le gustara el fútbol. De hecho, apenas reparaba en la pelota. A Pepe lo que le apasionaba era el Hércules por lo que representaba para Alicante y para el alicantino. Por ahí encaminó sus pasos hasta convertirse en referente de una masa desengañada entre tanto fracaso. Esa misma gente, una multitud repartida por la provincia, España y medio mundo acabó rindiendo pleitesía a un directivo que supo llegar a la fibra de la hinchada hasta convertirse en uno de los suyos. Y para quedarse en su recuerdo.