Seamos sinceros, el camino de Adam Granduciel no pintaba bien. Un tipo obsesionado con el sonido de una de las épocas más denostadas de la historia de la música (mediados de los 80), el Springsteen de Tunnel of love, Fleetwood Mac y el AOR americano en general, lo tenía complicado para triunfar en un mundo donde lo hipster, lo cool y lo inaudible marcan tendencia. Adam lo ha conseguido con una fe ciega en su sonido, en su visión del estudio de grabación como el laboratorio donde reproducir sus demonios y obsesiones envueltos en teclados deliciosos y guitarrazos de esos de coger la air guitar y soñar despierto. Si a esto le unimos una base rítmica que es una auténtica apisonadora y un cancionero sin relleno alguno no resulta difícil subirse al carro que ya lo aúpa como el disco de rock del año. La duda, como con su anterior disco, es si no nos cansaremos pronto de tanto mimetismo y escasa voz propia. El tiempo dictará sentencia.