El 13 de junio de 2014, Pablo Iglesias pisaba por primera vez el Congreso de los Diputados para tomar posesión de su escaño de eurodiputado y lo hacía ya con la promesa de acatar la Constitución hasta que los ciudadanos «la cambien» y cambiarla es la condición que pone ahora para cualquier acuerdo. «Acatar para cambiar», un mantra que puede aplicarse al viaje que Iglesias ha realizado en estos dos últimos años para perder esa imagen de enfant terrible y antisistema que le dieron sus primeras apariciones en las tertulias televisivas y lograr presentarse como presidenciable para liderar «una nueva transición».

Su vida va a cambiar mucho a partir de ahora porque si durante toda la campaña ha asegurado que no quería ser presidente para ser el jefe de los españoles, sino su empleado, se entiende que ese será el contrato que va a firmar con los ciudadanos si a partir de ahora se sienta en los escaños de la oposición. Aquel joven profesor de Ciencia Política que iba en moto por Madrid y que antes podía ir de bares con sus amigos con tranquilidad sigue todavía viviendo en su casa de Vallecas, heredada de su tía abuela.

España ya ha cambiado en buena parte dice por la irrupción de Podemos en el panorama político, y él también. Desde que Podemos dio la sorpresa en marzo de 2014 logrando cinco escaños en el Parlamento Europeo, Iglesias se ha ido alejando del perfil más radical con el que irrumpió en la escena política para «derrotar a la casta» y «asaltar los cielos», como prometía hace un año al ser proclamado secretario general de su partido. Una expresión que tomó prestada de Marx y que en estos últimos meses ha cambiado por la de «llamar al timbre» para llegar a las instituciones porque «los asaltos son un paseo de la gente».

El Pablo Iglesias que en 2001 participaba en el movimiento antiglobalización y defendía la desobediencia civil como forma de lucha, ha conseguido finalmente que las instituciones le abran la puerta y en la próxima legislatura compartirá escaño en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo con quienes ha llamado «los señores de los cócteles». Pero para lograrlo, ayudado por su carisma y sus dotes de orador, también ha tenido que convencer de su «responsabilidad de Estado», incluso en las formas.

Ha suavizado el ceño, pero aún no ha perdido la distancia y reserva que mantiene con quienes no forman parte de su círculo más cercano, rasgos en los que muchos ven un signo de desconfianza. Cuando le preguntan dice que es de izquierdas. «No me llamo Pablo Iglesias por casualidad», repite, aunque Podemos haya huido del eje izquierda-derecha en su afán de búsqueda de la centralidad.

Pablo Iglesias, que reconoce entre sus errores un exceso de soberbia y arrogancia, rompelos moldes del político al uso e incluso su imagen se aleja de lo tradicional. Dos años después mantiene su coleta, sus vaqueros y la camisa arremangada y sigue sin usar corbata. Sin ella fue a la recepción del día de la Constitución al Congreso, aunque luego se la puso como señal de «respeto a los ciudadanos» en el acto que convocó su partido ese 6 de diciembre.