Mariano Rajoy se ha pasado cuatro años con el traje de presidente del Gobierno puesto en todo momento: ha mantenido una actitud de estadista muy ocupado con la crisis, se ha prodigado poco en los medios y mucho menos en la calle. Pero el Rajoy de esta carrera electoral ha sido el más cercano y campechano que se recuerda en los últimos años, y su campaña se ha parecido muy poco, o nada, a las que hizo previamente como candidato a la Presidencia del Gobierno.

La última vez que hizo algo similar fue cuando recorrió su tierra natal, Galicia, en las elecciones autonómicas de 2009, en una campaña de apoyo o paralela a la de Alberto Núñez Feijóo, y en la que Rajoy se dedicó, acompañado de los dirigentes conocidos como los de «la boina» -él era de los del «birrete»-, a recorrer pueblos de la región en actos pequeños. Feijóo obtuvo entonces la mayoría absoluta, y el liderazgo de Rajoy, que había sufrido lo indecible tras la derrota electoral de 2008 y el no menos duro congreso del partido, se vio reforzado.

Ahora el escenario es bien distinto, Rajoy es presidente del Gobierno y su partido ha cerrado filas en torno al líder apoyando su gestión de estos cuatro años y subrayando que sin él España habría quebrado. Pero la caída de votos y lo más importante, la pérdida de una mayoría suficiente para gobernar, hacía imprescindible que el presidente volviera a ser, más que nunca, el candidato de la calle. El candidato del pueblo.

Y es que de pueblos ha ido el asunto y Rajoy siguió, como en precampaña, haciendo mítines pequeños y en zonas rurales. Dicen sus colaboradores que al presidente le encanta el «tú a tú», el «cara a cara» y el diálogo con los ciudadanos, aunque los hay que creen que, al margen de los gustos de Rajoy, este tipo de campaña tiene mucho que ver con el cálculo electoral y la apuesta del PP por asegurarse el voto rural.

No hay duda de que la imagen vende. En pocos meses hemos pasado del Rajoy del «plasma», el presidente que se resistía a comparecer para explicar los casos de corrupción o los problemas internos de su partido, al candidato que se sube al banco de un parque, juega al dominó con los jubilados, besa, saluda y se hace selfies por doquier. El presidente del Gobierno ha tenido, además. que dar la batalla a contrincantes más jóvenes que él que quieren representar la «nueva política» frente a «los de siempre». Por eso el aspirante a seguir en La Moncloa ha vencido esa «cierta tendencia» que en el programa de Bertín Osborne, confesaba tener y que le reprocha «todo el mundo»: la de «no ir a ningún sitio». Ahora, por el contrario, ha estado en todas partes, ya sea en la plaza de un pueblo, comentando el fútbol en la radio o degustando productos gallegos en una cocina televisiva. Pero hay un sitio donde Rajoy, finalmente, no estuvo: en los debates a cuatro con los otros tres candidatos principales: Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias. Él se escudó en que tiene una responsabilidad que le ocupa mucho tiempo, o en que ya iba a hacer el debate «de siempre», con el líder de la oposición, mientras sus detractores le acusaron de no atreverse a un combate con sus adversarios noveles.

Ahora bien, la edad no ha sido para el PP un hándicap sino un valor, el de la experiencia de su candidato, y por eso Rajoy ha repetido hasta la saciedad todos los cargos que ha tenido en la administración y ha advertido de que el Gobierno no está para aprender; al Gobierno «se llega aprendido y habiendo visto muchas cosas», dijo en Melilla. Esta campaña, en cualquier caso, no es solo la del candidato Rajoy. Al fin y al cabo él sigue siendo el presidente del Gobierno.

Y las últimas semanas antes de la cita con las urnas el Rajoy presidente tuvo entre manos asuntos nada banales ante los que ha intentado dar una imagen de hombre de Estado, buscador de pactos y defensor del orden constitucional. El primero es el desafío soberanista catalán, y la reacción del Gobierno. El segundo, los atentados de París y la consecuente apertura del pacto contra el terrorismo yihadista, firmado a priori por populares y socialistas, y al que después se sumó buena parte del resto de partidos, unido a la promesa de Rajoy de hablar con todos -incluidos los emergentes- cualquier movimiento del Gobierno en esta lucha.

Hay una imagen que vale más que mil palabras; Béjar, 9 de noviembre: Rajoy llegó vestido de candidato, se bajó del coche con traje pero sin corbata, y paseó por el pueblo dando besos, apretones de manos y haciéndose fotos. Cuando llegó al ayuntamiento, se puso la corbata y firmó solemnemente la petición al Consejo de Estado del informe para recurrir ante el TC la resolución aprobada en el Parlamento catalán para iniciar el proceso de «desconexión» de Cataluña de España. Luego, otra vez fuera corbata y al mitin. Esa es la imagen que Rajoy ha querido clavar en la retina de los españoles: la de un líder cercano pero serio, abierto pero cuidador del orden. Mayor que otros sí, pero con una hoja de servicios, como dice él, que poder presentar.