Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El pueblo que se negó a morir

Los vecinos piden a los empresarios que «crucen las vías y conozcan nuestra realidad»

El pueblo que se negó a morir

«El ferrocarril levantó La Encina y el ferrocarril la hundirá» es una frase que se repite en la escasa bibliografía encinense, puesta en boca de un antiguo trabajador de los caminos de hierro. Pero la historia se quiso revolver ante el destino. Es verdad: La Encina dejó hace mucho tiempo de ser un nudo ferroviario de primer orden, con 1.200 personas trabajando a destajo y con un bullicio ensordecedor. Pero no se convirtió en un despoblado. Y allá donde toda aquella persona mayor de 40 años que tomaba el tren paró en alguna ocasión en sus andenes, allá donde se cruzan los caminos, ahora es lugar de reivindicación.

«En el pueblo les pediríamos a los empresarios que crucen las vías y nos vean, que no pasen sin decirnos adiós, como hace el tren ahora. La Encina ha aportado mucho a la economía y a la vida valenciana durante 150 años y ahora somos nosotros los que los necesitamos. Nosotros ya no podemos hacer más, pero tenemos los instrumentos y las ganas de seguir sobreviviendo», asegura Eugenio Cantó, presidente de la Asociación de Vecinos.

La Encina se movía al sonido de las máquinas de vapor. Ahora, al del silencio. «Pero La Encina tiene algo. Si has vivido aquí, te hace volver. Y se transmite a los descendientes. En los pueblos de al lado no entienden cómo puede haber, por ejemplo, unas fiestas con tanta participación. Pero lo hemos hecho todo nosotros».

Cruzando la abundante playa de vías -más de cuarenta raíles lo atraviesan- queda el poblado, la pedanía, la villa o el pueblo, donde todavía residen unas ochenta personas. «Esto fluctúa bastante. En los fines de semana hay más gente y en verano está literalmente lleno», dice Ángel Penadés, dueño de la panadería, el único comercio abierto junto con el bar, -al que se le sigue llamando «TeleClub»- y buen medidor, a base de hogazas, de la población estable.

Antiguas escuelas, un viejo aljibe de agua y la joya de la corona, la placa giratoria donde las locomotoras de vapor -y la máquina del Talgo hasta hace 25 años- cambiaban su sentido de la marcha son joyas del patrimonio ferroviario del pueblo. «Nosotros, además, guardamos herramientas? Esto sería un enclave natural de lo que ha sido toda la vida. Si a eso le añades el senderismo, el turismo deportivo? tenemos todas las posibilidades del mundo», comenta.

La Encina es de todos. La hicieron vecinos de las poblaciones cercanas -La Font de la Figuera, Caudete y Villena- y ferroviarios que se asentaron procedentes de cualquier parte del mundo conocido. Que ahora reclaman una atención muchas veces negada. «El paseo, que es la obra más importante que se ha hecho desde que se instaló el agua corriente y se asfaltaron las calles, la pagó, gracias a la gestión de Los Verdes del ayuntamiento, una de las canteras. El ferrocarril, con todo lo que ha movido la tierra y los campos que ha destrozado, no nos ha dado nada», dice Cantó.

La escuela, salvada de milagro

Recientemente se hizo un llamamiento para que La Encina no perdiera uno de sus equipamientos básicos: la escuela de primaria. Se incentivó la llegada de vecinos y se pasó de los cuatro alumnos a once, que ahora reciben lo más parecido a clases particulares. «Nos faltan viviendas de alquiler. Aquí se venden casas, pero no se quiere alquilar» y uno de los parámetros que tranquiliza de momento es que «casi no verás casas abandonadas».

¿De qué se vive? «De la jubilación. Quedan rebaños y campos. Tampoco la construcción de las vías trajo mucho empleo». Pero lo que reivindican los encinenses es, precisamente, esa soledad tranquila: «Esto es un lugar para vivir. Estás cerca de cualquier parte, hay tranquilidad, no hay ruido, no hay tráfico? ahora mismo es como una urbanización. Hay casas que serían una residencia de la tercera edad perfecta», añade Penadés.

No hace tanto tiempo hubo un apunte de colonización extranjera. «Tuvimos hasta un matrimonio de daneses», apunta. Por eso, la asociación de vecinos considera que «tenemos condiciones de sobra para sobrevivir, pero necesitamos simplemente que haya alguien que sepa que todavía existimos».

No hace tiempo, 30 años, podía haber hasta cuatro trenes a la vez parados en la estación. Una estación que ya no tiene ni sala de espera, ni fonda, ni casillas, ni guarda agujas, ni campana. Tan sólo la soledad del jefe de estación y el sonido metálico que anuncia el paso de un convoy. El paso, «porque es lo que hacen ahora: pasar sin detenerse». Curiosamente, hay servicio a Valencia, pero no a Alicante ni a Villena, de la que son pedanía.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats