El compromiso festero está consolidándose en el acto de la Diana a pesar del esfuerzo que supone para Moros y Cristianos tener que estar, prestos y dispuestos, en el castillo de Embajadas, a las ocho en punto de la mañana y bien uniformados, tras una larga y agitada noche de «marcha» festera.

La participación en el acto más tempranero de los cinco días de celebración es cada vez más alta en todas las comparsas y ayer volvió a quedar patente, tal y como viene ocurriendo desde hace ocho años.

Este festejo, que en sus orígenes tuvo muy escasa repercusión, está haciéndose fuerte y ganando adeptos no solo entre los festeros. También entre el público que sale a las calles en el frescor matutino de una Elda todavía adormilada para ver pasar a las nueve comparsas, con sus coloridos trajes, desfilando en bloque por escuadras, sin cabos y con pocos jóvenes, al ritmo de pegadizos pasodobles, en un repertorio donde no suelen faltar clásicos como «Carmina Martínez», «Segrelles», «Flores españolas», «Eduardo Borrás», «Pedro Díaz», «Al cel», «Todos menos uno», «El Berebere» y «Periodista Pérez Gil».

Ni los capitanes ni las abanderadas quieren perderse ya la Diana a pesar de que la fatiga comienza a dejarse notar. Incluso muchos cargos infantiles se sumaron a un festejo que abrieron las Huestes del Cadí en la plaza de la Constitución y cerraron los Zíngaros una hora y media después en Juan Carlos I. Pero si algo caracteriza a la Diana de Elda es por haberse convertido en un acto de confraternidad festera cuando los participantes de cada comparsa esperan a los de las demás, al final del recorrido, para dedicarles un prolongado aplauso demostrando, de este modo, su respeto, cercanía y una admiración compartida.